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El trilema catalán

Hace casi veinte años que Dani Rodrik, un afamado economista de Harvard, dio a conocer su no menos famoso trilema, según el cual, en las condiciones actuales de globalización, un país no puede pretender, al mismo tiempo, estar enganchado a la globalización, mantener niveles aceptables de democracia política y disponer de un poder soberano pleno. Tiene que renunciar, al menos, a una de esas tres opciones. Naturalmente, el trilema en cuestión, que ha servido como guía a economistas, políticos y sociólogos de todas clases, ha recibido también numerosas críticas y revisiones (del propio Rodrik, últimamente), pero mantiene cierta capacidad explicativa y ha sido aplicado a contextos muy diferentes y cercanos, como es el caso de la problemática secesionista que vive Cataluña.

Muchos analistas sitúan al secesionismo catalán muy próximo a otros movimientos ultranacionalistas y xenófobos que se desarrollan actualmente en Europa. Movimientos que se declaran soberanistas por el miedo que les produce la globalización y sus consecuencias en términos de incremento de las migraciones y de internacionalización de la economía, lo que, según ellos, destruye sus sistemas sociales y culturales tradicionales. No es difícil compartir, en alguna medida, este diagnóstico, si tenemos en cuenta además los apoyos que los secesionistas catalanes reciben de partidos xenófobos y posfascistas, por no mencionar la grosera mentalidad supremacista, de pureza étnica, que luce en la mentalidad de algunos de sus dirigentes, señaladamente en el propio president Quim Torra.

Lo curioso (y despistante) del secesionismo catalán, sin embargo, es que se presenta como si fuera un proyecto abierto a la globalización, a la libre competencia en los mercados, un nacionalismo liberal y librecambista. Dicen los secesionistas que un país pequeño como Cataluña, institucionalmente bien ordenado, sin el lastre de una España atrasada, que además le roba en términos de déficit fiscal, funcionaría a las mil maravillas en la globalización y sería sumamente feliz y eficiente.

Pero ese retablo de las maravillas no existe. Dejando a un lado que la institucionalidad de Cataluña es la peor valorada de entre todas las autonomías españolas, la presunta opción globalizadora del secesionismo, por seguir con el trilema de Rodrik, encierra simpáticas paradojas. Solo el coste de una hipotética secesión de Cataluña supondría, por el efecto frontera, una reducción del comercio al nivel del que tiene España con Portugal, un 9 % aproximadamente del PIB, mucho más que el déficit fiscal que tiene Cataluña con el resto de España. Compensar esta pérdida incrementando el comercio con otros países, sería posible, caso de pertenecer a Europa, con otros países europeos, aunque ello, naturalmente, tendría para Cataluña un coste en términos de contribución neta a la UE, que, una vez más, sería superior a la contribución que Cataluña hace al resto de España (lo que incluye la contribución neta de España la UE). Pero, además, como indican los estudios de Francesc Trillas y otros economistas, si tan maravilloso iba a ser el nivel de renta y las oportunidades de una Cataluña independiente en la Unión Europea, nadie podría evitar que grandes contingentes de ciudadanos españoles se fueran para allá, con lo que Cataluña se parecería cada vez más a España, etcétera.

Pero, claro, una Cataluña independiente no sería sin más miembro de la UE, no se sabe por cuánto tiempo; tal vez nunca. Y en este caso, puesto que no podría esperarse un incremento comercial significativo con la UE, ¿cuál podría ser la estrategia a seguir por parte de Cataluña, siendo un país sin recursos naturales conocidos y sin relaciones especiales con potencias emergentes? ¿Tal vez convertirse en un paraíso fiscal? Porque para abrirse a la globalización, captar capitales y crédito, tendría que bajar impuestos, desregular, bajar los salarios, etc, lo que produciría más desigualdad y una soberanía ficticia. El otro camino, cerrarse a la globalización y practicar una regresión proteccionista (que es, en el fondo, la tradición económica que se ha practicado en Cataluña a lo largo de los siglos) conduciría, sí, a un soberanismo fuerte pero a cambio de una democracia iliberal, que puede ser el secreto deseo de la gente de la CUP y otros descarriados que se dicen izquierdistas.

Un proyecto independentista abierto a la globalización no se sostiene, más que en el terreno de la fantasía y el engaño. El sufrimiento que ello reportaría a las clases populares, en su mayoría no independentistas, no haría más que agravar el trato y la marginación que ya padecen a manos de las élites secesionistas y el Gobierno del presidente Torra.

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