Una de las últimas polémicas nacidas de la actualidad política ha sido la referida a las relaciones entre España y Arabia Saudí y, en concreto, a la amenaza más o menos velada de que el país árabe pudiese anular a la empresa Navantia el encargo de construir cinco corbetas. Esta decisión afectaría a los astilleros de la bahía de Cádiz, habida cuenta que se trata de un contrato millonario que conlleva numerosísimos puestos de trabajo. Al parecer, la causa de la posible rescisión contractual entre ambos países se podía haber debido al anuncio efectuado por el Ministerio de Defensa de suspender la venta a Arabia Saudí de cuatrocientas bombas de precisión láser, ante la sospecha de que se podrían utilizar en el conflicto de Yemen provocando unos efectos devastadores. Una decisión ya revocada por el Gobierno.

Esta guerra, pese a no acaparar titulares y portadas como sucede con otras, va camino de protagonizar una de las páginas más negras y vergonzantes de la historia de la Humanidad. A finales del pasado mes de agosto, la Organización de las Naciones Unidas emitió un informe en el que concluía que, tanto las fuerzas gubernamentales de Yemen como Arabia Saudí y los rebeldes hutíes, habrían podido cometer crímenes de guerra y violaciones de los derechos humanos, con un desprecio total ante el sufrimiento de millones de civiles en dicho país árabe. Uno de los especialistas del grupo de la ONU, el británico Charles Garraway, responsabilizó de la mayoría de las víctimas a los ataques aéreos de la coalición liderada por los saudíes. Ya a principios de 2018, el director de operaciones de la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, John Ging, afirmó que, tras más de tres años de enfrentamientos, la situación en el país era (sigue siéndolo a día de hoy) «catastrófica».

Los datos son contundentes. El número de personas que precisan ayuda humanitaria creció hasta superar los veintidós millones y casi ocho millones y medio padecen una grave falta de alimentos. Ante esta situación, se debería valorar si la decisión de paralizar la venta a Arabia Saudí de cuatrocientas bombas de precisión láser debió considerarse, no solo como correcta desde un punto de vista político, sino si existen también argumentos jurídicos para defender que era la única opción válida. El Tratado sobre Comercio de Armas regula esta modalidad comercial, desde las armas más pequeñas hasta los carros y aeronaves de combate y los buques de guerra. Entró en vigor el 24 de diciembre de 2014 y España lo firmó y ratificó, pasando de ese modo a formar parte de nuestro ordenamiento jurídico.

El artículo 6 de dicho tratado prohíbe a los Estados las transacciones con armamento si suponen una violación de las obligaciones que les incumben en virtud de las medidas que haya adoptado el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Pero, además, impide expresamente a las naciones firmantes cualquier tipo de relación comercial con tales mercancías si tienen conocimiento de que las armas o los elementos podrían utilizarse para cometer genocidios, crímenes de lesa humanidad, infracciones graves de los Convenios de Ginebra de 1949, ataques dirigidos contra bienes de carácter civil o personas protegidas como tales, u otros crímenes de guerra tipificados en los acuerdos internacionales de los que sea parte.

Así las cosas, la postura de suspender o de, al menos, reconsiderar el comercio de armamento con Arabia Saudí no solo es una opción política legítima sino, desde el punto de vista de las normas vigentes, una obligación. Sin embargo, esta postura sostenida por las leyes internacionales, por las advertencias de las Naciones Unidas y por la más mínima humanidad, se tambalea ante la posibilidad de perder miles de millones de dólares abonados por el reino saudí y miles de puestos de trabajo. Y es en ese concreto escenario cuando las proclamas sobre los derechos humanos, la paz internacional y el orden mundial comienzan a desdibujarse y a silenciarse.

Conforme a los datos definitivos de 2017, España batió su récord histórico de exportaciones de armamento con 4.346,7 millones, un 7,3 % más que en 2016. Fuera de los países de la Unión Europea y de la OTAN, Arabia Saudí fue el primer cliente de nuestra industria militar, con 270,2 millones. Conforme a estas cifras hechas públicas hace unos meses, desde que en 2015 Arabia Saudí intervino militarmente en Yemen al frente de una coalición acusada de cometer crímenes contra la Humanidad, sus compras solo en munición española se han triplicado. Ante semejantes cifras, el anuncio del Ministerio de Defensa de revisar estas relaciones comerciales armamentísticas reflejó una postura valiente, pero dicha valentía se evaporó ante las protestas derivadas de las pérdidas económicas que aparejaría la medida.

Porque firmar tratados para regular la venta de armas está bien. Sacarse la foto alardeando de proteger los derechos humanos está todavía mejor. Emocionarse con los discursos sobre la paz mundial es inevitable. Indignarse ante los escasos segundos que los telediarios dedican a los difuntos y desplazados yemeníes es lógico. Pero garantizar la continuidad del dinero en el bolsillo... eso, al parecer, no tiene precio.