Hace ya un cuarto de siglo, el crítico de arte Robert Hughes alertaba en La cultura de la queja de una tendencia creciente en Estados Unidos: la idea de calidad estética no es más que una ficción paternalista destinada a hacerles la vida imposible a los artistas que son negros, mujeres u homosexuales. Así, se pretende que éstos sean juzgados más por su origen étnico o su condición sexual que por los méritos de su obra. Una nueva sensibilidad que decreta que los únicos héroes posibles son las víctimas.

Me temo que, en los últimos 25 años, la situación no ha hecho más que empeorar. Y también hemos importado esa propensión a la victimización. Cuando Roland Garros prohibió el traje postparto de Serena Williams -tengo entendido que más por lo estrambótico del vestido que por el color, ya que en París no es obligatorio el blanco como en Wimbledon- recuerdo que no entendí por qué estábamos discutiendo sobre la vestimenta de la mejor tenista de la historia en pleno siglo XXI. Lo importante es que siga deleitándonos.

Eso sí, con su tenis. No con espectáculos vergonzosos y vergonzantes como el de la última final del Abierto de Estados Unidos. Una puede llegar a comprender que la tensión del partido que la enfrentaba a Naomi Osaka le hiciera perder los nervios. Así que las airadas protestas al árbitro podrían haberse quedado en una anécdota si Williams no hubiera cruzado la línea de la estupidez. Le espetó al árbitro que le quitaba el punto por ser mujer -al otro lado de la cancha debía de haber un ornitorrinco que ganó ese tanto- y que eso a un hombre no se lo haría. Cualquiera que haya visto dos partidos de tenis masculinos se da cuenta de la magnitud del disparate.

Pero Serena Williams no sólo es mujer; también es negra. Así que las sátiras a su impresentable actitud -como la que el caricaturista Mark Knight publicó en el diario australiano Herald Sun en la que se la ve enfurecida saltando sobre su raqueta mientras el árbitro le pregunta a Osaka si no puede dejarla ganar- se convierten automáticamente en racistas. Nuestra ya exministra de Sanidad, Carmen Montón, también recurrió a su condición de «víctima» cuando descubrieron las irregularidades en su máster. Resulta que era difícil que acudiera a clase porque lo hizo embarazada; situación que supongo que también explica que copiara el 58 % de su TFM. Un máster en Estudios Interdisciplinares de Género. Hay que ver lo legitimados que están los que recetan una formación específica para los jueces.

Ante comportamientos indefendibles, algunos se atrincheran en el estatus de víctima para eludir las responsabilidades. Pasando por alto el esfuerzo de Osaka -que igual algo había hecho para merecer ese punto- o el de miles de madres que estudian, trabajan y sacan adelante a sus hijos a la vez. Flaco favor estamos haciendo al feminismo si los sentimientos se convierten en las referencias principales de un argumento. Si cualquier objeción -por muy criticable que sea una conducta-se convierte en un insulto o un ataque a «los derechos de las mujeres». O de los negros. En nuestras manos está decidir si queremos seguir viviendo infantilizados, quejándonos de cualquier comentario que nos haga pupita, o crecemos de una vez, nos hacemos responsables y nos ponemos a la altura de los que han luchado realmente por nuestros derechos.