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La solidaridad, antídoto del individualismo

Determinadas tragedias asociadas a la inmigración, los conflictos bélicos, la pobreza o la enfermedad nos sacuden a menudo las entrañas y nos colocan ante la máxima verdad de la vida, que no es otra que la absoluta certeza de la muerte, a veces, cuando menos se la espera. Por ello, a la vista de situaciones de este tenor que, día sí, día también, abren los telediarios e ilustran las portadas de los periódicos, me resulta preocupante constatar que la insolidaridad todavía tiñe nuestra moderna existencia, esa de cuyo progreso y desarrollo presumimos a voz en grito, esa en la que los seres humanos demostramos nuestra verdadera talla o la ausencia de ella.

Lo cierto es que el individualismo sigue abriéndose paso con fuerza y siempre encontramos alguna excusa para no colaborar con los más necesitados, aludiendo a que sus problemas no nos competen y derivando la solución de los mismos a un Estado del Bienestar que, tristemente, hace aguas. Descargamos nuestra conciencia con una facilidad pasmosa y a velocidad de crucero. Sin embargo, el egoísmo no debería convertirse jamás en nuestro patrón de conducta, precisamente porque es la antítesis de la humanidad y lo contrario a la esencia que nos diferencia del mundo animal, por más que sean los propios animales quienes con frecuencia nos den grandes lecciones de buen comportamiento.

En este sentido, me repugna la reacción incalificable de algunos energúmenos en las redes sociales -en ocasiones, escombrera de insensateces- que muestran la bajeza moral de quejarse por el retraso en las emisiones de sus programas favoritos a consecuencia de las coberturas informativas de determinados sucesos luctuosos de interés general. Por no hablar del propio tratamiento que de dichas noticias se lleva a cabo en ciertos medios de comunicación que prefieren decantarse por el sensacionalismo carroñero en detrimento del respeto y la intimidad de las víctimas de los dramas.

No obstante, y a pesar de todo, existen sobradas razones para la esperanza. Contrarrestando el fenómeno anterior y devolviéndonos la fe en la raza humana, se alzan multitud de hombres y mujeres solidarios y acogedores que abren sus mentes y sus corazones sin exclusión, que detectan el tipo de atención que requieren las circunstancias extremas, que manifiestan su disponibilidad para la escucha y que hacen de la ayuda al prójimo un modo de vida. Suelen presentar un perfil creativo y proclive a la organización, que les permite planificar sus actuaciones de auxilio al margen del paternalismo. Están acostumbrados a trabajar en equipo y capacitados para formar a otros compañeros en las tareas que acometen. Conocen de primera mano la realidad que les rodea, ya sea social, política o económica, y su compromiso por construir una sociedad más generosa les moviliza con rapidez ante cualquier eventualidad inesperada, máxime si adopta la forma de una catástrofe.

Destinan esa faceta de su personalidad a mitigar en la medida de sus posibilidades el dolor ajeno, compartiendo con los afectados unas penas tan intensas que ni siquiera se pueden expresar con palabras. Pertenecientes a sectores profesionales de lo más diverso, desde bomberos a policías, pasando por miembros de organizaciones no gubernamentales, sanitarios o religiosos, dan lo mejor de sí mismos regalando a los demás parte de su tiempo y de sus conocimientos. Son esos conciudadanos que, sin saberlo, nos cruzamos a diario y de los que debemos sentirnos orgullosos y agradecidos. Yo, que tengo la inmensa suerte de conocer a muchos, me quito el sombrero ante ellos. Porque, siendo verdad que el destino juega sus cartas y que no sabemos qué nos depara, no es menos cierto que la unión hace la fuerza y que ingredientes como la compasión, la empatía y el mutuo apoyo nos sirven para elaborar la mejor medicina para el cuerpo y para el alma.

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