Cada vez que las mujeres nos hemos organizado y reclamado derechos y libertades para nuestro sexo, las normas, valores y costumbres que fundamentaban el stuto quo se han visto cuestionadas. Desde mediados del siglo XVIII, los movimientos de mujeres de todo el mundo han alterado el rígido orden de género que establecía destinos, espacios y privilegios muy diferentes para hombres y mujeres. Han cuestionado su acceso al conocimiento, a la política o a su propia sexualidad, especialmente su capacidad creadora y protagonismo en la cultura.

En esa dicotomía que ha contrapuesto durante siglos lo masculino y lo femenino, el pensamiento y la cultura se ha identificado con la masculinidad, mientras que el mundo de las emociones y la naturaleza eran los rasgos propios de la feminidad. Y todavía arrastramos esa carga esencialista al construir nuestra identidad como hombres o como mujeres. Honestamente, no me interesa saber en qué consiste «la diferencia» entre sexos, ese estéril debate sobre si las hormonas o las gónadas o el cerebro o la educación o la cultura o los referentes familiares nos hacen ser de una manera u otra. Únicamente me interesa si la sociedad en la que vivo posibilita que cada una de las personas que la habitan puedan llegar a ser quienes son, signifique eso lo que signifique para cada cual.

Por eso cualquier sociedad sana ha de poder cuestionar su propia cultura, no por una pulsión destructiva, sino porque necesitamos que sea significativa para todos y todas, que pertenecemos a ella, que nos incluye. Sin ese sentimiento de pertenencia perdemos el sentido de nuestra existencia.

La cultura popular, con sus fiestas como exponente máximo de celebración y representación colectiva, no es patrimonio de nadie en particular, aunque durante demasiado tiempo la derecha de nuestra ciudad las haya utilizado políticamente y aún siga empeñada en mantener la tutela. Las fiestas son catarsis, reproducción social pero también ruptura. Una oportunidad de actualizar quiénes somos y queremos llegar a ser.

Por eso es una buena noticia que desde los movimientos feministas se reclamen unas fiestas en las que las mujeres puedan participar en las mismas condiciones que los hombres y libres de contenidos sexistas. Si casi nadie duda ya de que las mujeres merecen estar en pie de igualdad con los hombres en los medios de comunicación, la política, las empresas o la crianza; si queremos que se analizen y salven los obstáculos que todavía nos dificultan ese acceso en igualdad; si estamos de acuerdo en que no queremos machismo y trato vejatorio para las mujeres en nuestras vidas cotidianas, ¿por qué a algunos les genera tanta irritación que esas mismas pretensiones se trasladen al ámbito festivo?

Que el feminismo, en el caso de la ciudad de València, se interese por introducir una mirada igualitaria, participativa, inclusiva y diversa en las Fallas supone una buenísima oportunidad para actualizarse y evolucionar al ritmo de la sociedad. Desde el Govern de la Nau impulsaremos siempre la apertura de espacios a la reflexión y al avance democrático.