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El alfabeto del Derecho

El comienzo de un nuevo curso académico mueve siempre a la reflexión. La lección inaugural impartida por el profesor Manuel Atienza en el acto de apertura celebrado en la Universidad de Alicante, una pertinente apología del Derecho, trajo a la memoria el recuerdo de la denominada Declaración de Bolonia. En su virtud, las universidades tenían un papel preponderante en el desarrollo de la dimensión cultural europea y en la construcción del espacio europeo de educación superior.

Esta aspiración bienintencionada y ambiciosa trataba de armonizar los sistemas universitarios europeos para hacerlos compatibles entre sí, en aras de favorecer la movilidad académica y de crear un sistema universitario único cohesionado y pujante.

Las furibundas críticas que se lanzaron entonces contra el proyecto quizá deberían matizarse, pues el problema no fue tanto Bolonia como el modo en que las universidades españolas implantaron el consabido plan, bajo las directrices ministeriales. En no pocos casos, la reforma de las titulaciones pervirtió el espíritu que animaba la mencionada declaración con indeseadas consecuencias para la formación y la vida académica.

Bolonia ha sido y será siempre un símbolo para los juristas, la más antigua de las universidades europeas, donde acudían a formarse los estudiantes de Derecho y desde donde se difundieron los conocimientos jurídicos a toda Europa. Testigo del renacimiento jurídico medieval tras el descubrimiento de los textos del Derecho romano, la ciudad representa el florecimiento de una cultura jurídica común enriquecida con las particularidades locales.

Ciertamente, la reforma de los planes de estudio supuso un vuelco en el sistema. La titulación de Derecho, como la mayoría, se redujo a cuatro años, con la consiguiente merma en los contenidos de la mayoría de las asignaturas, disminución que vino a condensar a algunas que, como el Derecho romano, quedaron relegadas a la insignificancia, condenadas al epítome, pasando de ser asignaturas troncales a residuales, con una carga lectiva exigua; otro más de los saberes inútiles que todavía encuentra un milagroso acomodo en la universidad. Pero de esta y otras postergaciones no es responsable Bolonia.

Es notorio que el Derecho romano no es un derecho vigente dado que dejó de aplicarse en el siglo XX, tras la publicación del código civil alemán. A pesar de ello, esta disciplina todavía sirve para descubrir el genio jurídico de Roma (el pueblo del derecho) del que somos tributarios, permite introducir al estudiante en los rudimentos de la terminología jurídica, en los principios y las instituciones jurídicas básicas de creación romana, afianzar la idea del derecho como un todo y no como una mera superposición de materias inconexas y, en definitiva, entender el fenómeno jurídico como un precipitado histórico adaptado a las necesidades de la sociedad.

Es indiscutible que el Derecho romano es una materia de utilidad excepcional para la formación de juristas, no de simples conocedores de normas, pues si se prescinde de la vertiente histórica cabe el riesgo de considerar el derecho como algo inmutable, un dogma de fe o una verdad revelada. Si convenimos que el derecho es un producto histórico, desconocer los avatares jurídicos del pasado abocaría inexorablemente a la ignorancia del presente.

Si como afirmaba Ihering, el Derecho romano es el alfabeto del derecho, se deduce fácilmente la gravedad de su desconocimiento y el adjetivo calificativo que haya de darse a su ignorancia.

De raigambre jurídica, Bolonia representaba la Europa del conocimiento, el lugar idóneo para consolidar la dimensión europea de la educación superior. Por ello, resultó un triste contrasentido que su aplicación doméstica postergara la enseñanza de lo que constituye el fundamento del Derecho común europeo y con ello, obviara el poder del derecho como elemento integrador de Europa.

A pesar de todo, la proverbial vanidad del jurista, el más vanidoso de los hombres, a decir de Erasmo de Rotterdam, obliga a las facultades de Derecho a dar continuidad y cumplida justificación a tal alto juicio, todavía con la inestimable ayuda del «romano».

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