La república catalana tiene la bendición de sant Ramon Nonat, patrón de la preñez y él mismo catalán, pero espanta a los jueces, que no se parecen a los bienaventurados. Es un poco hipocritón escandalizarse porque un puñado de jueces en sus mails, wasaps o tuits llamen «nazis» a los dirigentes del procés, es un insulto muy devaluado: tanto como la acusación de «franquista» aplicada a toda la Administración española porque no acepta independencias unilaterales. En una reunión de catedráticos, ingenieros o amigas de celebración pueden oírse comentarios, sexuales y políticos, mil veces más atroces. Las redes sociales han acabado con el derecho al desahogo en el ámbito privado, tan poco inviolable.
Al favorito de Donald Trump para juez del Supremo le han pillado un asunto de bragueta de hace treinta años: una venganza, más que fría, momificada. La pilila de su señoría. Lo ideal sería que los jueces fueran sabios apacibles y serenos, fieles a sus esposas (y maridos), lectores de la Biblia y otras prosas edificantes, llenos de ecuanimidad y benevolencia, pero resulta que son humanos con su carga de bajas (y altas) pasiones, vaya descubrimiento.
Los jueces del Supremo de EE UU lo son a título vitalicio por lo que, pasada la octava o novena década de su edad, se acartonan y vuelven pulverulentos y, a menudo, despiertan en mitad de la noche gritando:
-¡Hay que colgar a Billy el Niño!
-Excelencia, ya lo mató el sheriff Pat Garrett.
-¡Entonces que cuelguen a Garrett por tomarse la justicia por su mano!
Los jueces han de conservar la paz pública, las garantías y procedimientos y la propiedad, entre otras cosas. Tal vez por eso sean conservadores, la función crea el órgano y aceptado Darwin no nos podemos quejar de que sea tan raro el ornitorrinco. Leo nuevas prosas, declarativas y declamatorias, independentistas que tienen alto tenor épico y nulo contenido programático. Si no sirve para nada práctico, es que es una cosa sexual, eréctil, levantada.
