El pasado día 23 leí que a los tres días de la inauguración de una exposición antológica de Robert Mapplethorpe en el Museo Serralves de Oporto, y tras un gran debate por las imágenes exhibidas, su director y comisario, Joao Ribas, había presentado su dimisión. Según describen, fue él quien tomó la iniciativa de la muestra y estaba muy involucrado en el proyecto.

He de confesar mi admiración por la obra del fotógrafo de Queens, capaz de manifestar su gran veneración por el carácter estético y comunicativo del cuerpo humano. Una evocación, en el seno del pop-art, del modo de entenderlo en el Renacimiento y en el primer período barroco, al menos, hasta 1608. Mapplethorpe (1946-1989) también ennoblecía la piel negra, incluso con superior dignidad a la de aquella blanca de carácter dominante en su país de origen, y era explícito con su homosexualidad y con sus propias obsesiones personales, que proyectaba sin que le temblara el pulso, mientras componía preciosos retratos de David Hockney (1976); Patti Smith (1976); Lisa Lyon (1982); Cindy Sherman (1983); Andy Warhol (1983), e Isabella Rosellini (1988); o intimistas imágenes de flores como nadie más las ha sabido proyectar.

En el año 1998, mientras dirigía el Centre Cultural la Beneficència, comencé las gestiones con el fin de programar una gran antológica suya en la Sala Parpalló. Al poco, pude iniciar los contactos con su Fundación, con sede en Nueva York. La única condición que me pusieron fue que también deberían incorporarse una sucesión de imágenes de sexo explícito de una cierta dureza. Lo acepté, y me enviaron una larga serie de material de trabajo, impreso sobre papel, que incluía lo que, a su juicio, era un amplio abanico de su extenso repertorio: estudios de anatomías (entre las que se englobaban algunas de sexo duro), numerosos retratos y muchas y deliciosas flores. Pude ponerme en contacto con Christian Caujolle, director de la Agencia Vu de París, un gran conocedor de la obra del artista que aceptó ser comisario.

Con el material en la mano, me fui a hablar con Manuel Tarancón, a la sazón presidente de la diputación, de quien dependía el centro. Un hombre culto, liberal, y gran bibliófilo, con el que tenía buen entendimiento. Cuando le mostré las imágenes, me preguntó: «¿Por qué la quieres programar?». Y le expliqué mis motivos y la oportunidad de mostrarla, en ausencia de prejuicios, al criterio de los ciudadanos. Observé en su mirada un gesto de aprobación, pero acto seguido me advirtió: «Recaba, antes de decidir, la opinión de María Consuelo Reyna», de un gran peso en la opinión pública de entonces. Y, allí me fui, porque, además, me unía con ella una antigua amistad. La periodista observó con gran detenimiento en su despacho cada una de las imágenes y, al terminar, me hizo exactamente la pregunta que me había hecho el presidente. Le respondí lo mismo. «Haz lo que estimes oportuno», fue su veredicto. Y, con tal salvoconducto, me puse en marcha. Entretanto los trámites fueron avanzando, se produjo un relevo en la diputación y era Fernando Giner el nuevo presidente, y Tarancón el conseller de Cultura.

La exposición se inauguró el 16 de septiembre de 1999, con 130 obras. Jamás habían acudido tantos periodistas a una rueda de prensa, a la que asistieron representantes de la Fundación neoyorquina y, lógicamente, el propio comisario. De mutuo acuerdo, habíamos ubicado las fotografías de mayor dureza en un espacio contiguo, con una indicación explícita, pero sin puerta, ni prohibición alguna. Fue un éxito desde el primer momento, porque nunca se había realizado en nuestro país una antológica comparable y la prensa nacional le dedicó varias páginas.

A los pocos días, con una afluencia de visitantes masiva, recibí la llamada de un diputado, de cuyo nombre no quiero acordarme: «Tu período ha terminado, tienes dos opciones: o dimites hoy, o recibirás mañana el cese». Como no acepté dimitir, a las cuarenta y ocho horas dejaba el centro cultural con el papel bajo el brazo, y reingresaba a mi puesto precedente, como jefe clínico de Cirugía del Hospital de Sagunto.

A la semana siguiente, me llamaba Manuel Tarancón: «Quiero cenar a solas contigo», me indicó. En tan solo cuarenta y ocho horas, estábamos en un solitario restaurante, entretanto se disculpaba por no haber actuado para evitar lo sucedido: «Lo sabía, pero no he podido hacer nada, porque, desde hace quince días, Eduardo Zaplana tiene escrito mi cese encima de su mesa, y puede tramitarlo en cualquier momento». Su actitud fue muy emocionante. Me animó a seguir con mi labor y, asimismo, a que no dejara de continuar investigando en favor de la cultura. Un tiempo después, me llamó, severo, para hablarme de una sintomatología de muy larga evolución, que no había sido capaz de comentar nunca, ni conmigo, ni con nadie. Supe, enseguida, que ya era demasiado tarde. A pesar de los esfuerzos, la enfermedad se había extendido y al poco, no pudo superarlo.

Transcurridos varios años, coincidí con Fernando Giner en una pequeña procesión de un pueblo de l´Horta Nord. Al terminar, hizo un aparte en un rinconcito de la sacristía. Estaba apenado y me lo dijo: »Siento lo que ocurrió entonces, y me disculpo, por si con mi inhibición, en su momento, te pude perjudicar». Había regresado de nuevo a la gestión y yo era director general de Patrimonio. Sabía, desde el principio, los entresijos de lo que había ocurrido, pero guardé discreción, y se lo agradecí.

Ahora, veinte años después, ha sucedido algo, no muy distinto, en la Fundación Serralves de Oporto. Estoy plenamente convencido de que algún día seremos capaces de percibir mejor las cosas, de dejar de conspirar y de dejar de entender el universo del arte al uso de como se hacía en la Edad Media.