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Democracia y Ceronetti

1) Han encontrado una serpiente de dos cabezas y yo creo en los símbolos. Ha sido en el estado norteamericano de Virginia, no en Salamanca o Girona, pero, en fin, no cesan de encontrar serpientes que no son autóctonas día sí y día también. El día menos pensado aparece una de dos cabezas, aunque es más probable que lo haga en Cataluña donde tienen una presidencia bicéfala con una cabeza en la plaza de Sant Jaume y otra en Waterloo. O sea, una donde se aplasta al dragón y otra en el espacio de la gran derrota napoleónica. El dragón puede ser la serpiente, pero la casa de Waterloo es su huevo. El huevo que no cesa de supurar. Ya he dicho que creo en los símbolos. La serpiente de dos cabezas es como un exorcismo de la democracia: aparece en el país de Trump pero allí donde miremos puede aparecer otra bajo las piedras. ¿La causa? La pérdida de fe en la democracia, como se demuestra ahí donde se incuba y alimenta el huevo de la serpiente.

Eva, por ejemplo, hace caso de la serpiente porque no tiene fe en las palabras del creador del paraíso y de todo lo que hay en él. No cree que ese animal de mirada hipnótica y oscilaciones tan seductoras pueda perjudicarla, tal como le dice la voz de quien todo lo narra. Aquí, repito, se trataría de democracia: ¿nos creemos ahora que sea el menos malo de los sistemas políticos? ¿O lo queremos triturar bajo capas y capas de eufemismos, torcimientos del lenguaje, esquinazo a las leyes y una buena sarta de mentiras diarias? En España llevamos cuarenta años de democracia: ¿nos la hemos creído? Lo pregunto porque a veces sospecho -más que sospechar lo compruebo- que no. Cuando se esgrime la palabra democracia (lo hacen todos), ¿se está hablando de democracia o de otra cosa que interesa más, por peligrosa que sea?

Las tensiones que afloraron a partir de la crisis de 2008 han incrementado y fortalecido el sectarismo y el vivir de espaldas 'a quien no es como nosotros' o a 'quien no es de los nuestros'. Pero no sólo vivir de espaldas. También demonizarlo, insultarlo, difamarlo, acusarlo de lo que no es y lo que es peor, creérselo. Esto ocurre menos entre quienes crecimos en el espíritu de la Transición y más entre quienes quieren desacreditarlo históricamente y acabar con él socialmente hasta hacerlo irreconocible. Unos sabiendo que es el kaputt de la democracia, otros como loritos descerebrados que repiten las consignas de moda para estar en el ajo, que es lo que importa.

La politización excesiva o su reflejo de tensión en la sociedad no sólo polariza sino que produce un fenómeno de depresión social que conduce a encontrarse bien únicamente con los propios y ver al demonio en el resto. Esto es muy delicado. En la Transición queríamos convivir con el diferente y así estrenamos y vivimos la democracia; entre los que critican la Transición e intentan arrasarla a posteriori, sólo se quiere convivir con los que piensan como ellos y esa es la primera quiebra de la democracia: negar al otro. Así vamos.

2) Hace dos semanas murió Guido Ceronetti y no pude escribir sobre él: otras cosas lo ocultaron. Hace veinte años, la lectura de su diario El silencio del cuerpo me había impresionado por su familiaridad con la estirpe de Borges y Jünger y algunas cosas de Gómez Dávila. Estaba editado en una colección de aspecto macrobiótico -con ese título, además- y fue Eduardo Jordá quien me lo recomendó. Nada suyo, salvo este libro, se había publicado entonces en España y un par de años después, en Venecia, encontré La vera storia di Rosa Vercesi e della sua amica Vittoria, un libro al modo de Sciascia y su desmenuzamiento de un caso judicial. Tendría que llegar Jaume Vallcorba con Acantilado para iniciar el rescate, una vez más, de un autor valioso, profundamente europeo -esa marca de la casa- y apenas conocido en nuestro país. Y eso que era la época en que todos los poetas españoles publicaban sus diarios y dietarios. En cambio uno de la calidad de El silencio del cuerpo -aquí se había publicado en 1986- pasó desapercibido. Incluso a los lectores de diarios como lo soy yo. Hasta que me lo regaló Jordá, que acabaría escribiendo un soneto sobre Ceronetti -'Tiene un saber de hebreo ptolemaico...' comenzaba- mientras yo escribía un poema sobre mis diarios favoritos, incluyéndolo.

Guido Ceronetti era un anti-moderno, un hombre muy culto y contrario a la asfixiante demografía de las ciudades actuales, al tráfico automovilístico y al consumo de carne. Nació en Turín y acabó viviendo en una casa en el pueblo toscano de Cetona, donde ha muerto (nunca quiso hacerlo en una clínica). Le irritaban la vanidad humana -no soportaba a Pío XII- y los vicios del poder (y en ellos incluía a gobierno y oposición): había definido la política italiana, decían los periódicos, como el viejo vampiro que se alimenta de la sangre del país y estrangula la democracia. Él lo estaba por su aparato intestinal, sobre el que escribió páginas -en El silencio del cuerpo, precisamente- que deberían leerse en las facultades de medicina. Fue poeta, dramaturgo -fundó con su mujer el Teatro de los Sensibles- y traductor como modus vivendi. Tenía un gran sentido del humor y la finezza que no abunda. Era un heterodoxo y un raro, digamos, pero aún así, su país, Italia, lo ha despedido con los honores de uno de los suyos.

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