Tenía ganas de regresar a Italia para ver el ambiente. Y vi la mítica Padania igual que siempre. Las mismas colas de los peregrinos a la puerta de la basílica de Padua, los jóvenes corriendo por el Prato, las trattorías igual de llenas y la gente dispuesta a disfrutar de los últimos calores del año, antes de saludar las humedades del otoño. No se apreciaba una emigración más numerosa ni una excitación cotidiana. Más bien diría que se trataba de la misma apacible vida urbana de las ciudades italianas, pausada, estable, tradicional. Me hospedaba en la Casa del Pellegrino, frente a la basílica de San Antonio, cerca del aula histórica donde tenía lugar el homenaje a mi amigo Merio Scattola, fallecido un año antes. Como otras veces, el hotel estaba repleto de católicos de todos los países del mundo, dispuestos a pasar de rodillas ante la tumba del santo lisboeta. La Italia eterna.

Bastó con ir a la habitación y poner la televisión para cambiar de impresión. Como si dispusiera de ubicuidad, en el telediario, en entrevistas, en varias cadenas en todo caso, ahí estaba Matteo Salvini explicando la nueva ley de criminalización del emigrante. Por doquier se le veía sonriente, chavista, descamisado, enmarcado en un azul rutilante, en la foto que presenta con gran tipografía una fecha mesiánica: «24 de septiembre de 2018, aprobado el decreto Salvini». Luego el subtítulo: «Seguridad e inmigración». Por fin en todo lo bajo del cartel, a la izquierda: «De las palabras a los hechos»; y a la derecha: «Primero los italianos». En medio el evangelista de esta buena nueva, la firma de Salvini. No el nombre. La firma, como si fuera el acta notarial de un compromiso.

Todas las televisiones presentaban su cuenta de Twitter, con cuarenta y ocho mil visitas a poco de salir su decreto aprobado por unanimidad. «Estoy contento. Un paso adelante para hacer Italia más segura. Para combatir con más fuerza a los mafiosos y contrabandistas, para reducir los costes de la exagerada emigración, para expulsar de manera más veloz a los refugiados delincuentes y ficticios, para retirar la ciudadanía a los terroristas y para dar más poder a las Fuerzas del orden». Por supuesto, ni una palabra de otras medidas más restrictivas para obtener la nacionalidad italiana. Ahora los latinoamericanos que quieran obtenerla lo tendrán más difícil. Sólo podrán solicitarla aquellos cuyo abuelo la hubiera tenido, y no los que puedan invocar a un bisabuelo o tatarabuelo.

El decreto, según explicaba un Salvini eufórico, prevé que en efecto se pueda devolver a su país a cualquier emigrante que sea condenado por un delito en primer grado, pero también a aquéllos que sean considerados un peligro social, aunque no se defina muy bien qué instancia ha de juzgar que esto sea así. La lista de los delitos que serán tenidos en cuenta a este efecto no ha sido tan amplia como se temía, pero es larga y pormenorizada. Por supuesto, los que sean acusados de actos terroristas serán igualmente expulsados, aunque sean italianos, porque previamente perderán la nacionalidad. Los emigrantes podrán ser retenidos en los centros de acogida durante el doble de tiempo y, aunque no se ha incluido en la ley la cuestión de los campamentos gitanos, Salvini no los pierde de vista. Por supuesto, la traca final: la eliminación de la protección por motivos humanitarios. De dos años de permiso de residencia, se pasará a uno y se tendrá que demostrar que se tienen méritos civiles para obtenerlo. Se limita a los que procedan de países de catástrofes naturales o a los que estén enfermos.

Pero más allá de las medidas concretas y del espíritu del decreto, esa mezcla insidiosa de seguridad y emigración denunciada por la Conferencia Episcopal Italiana, está la técnica comunicativa de Salvini, aprendida de Silvio Berlusconi. Cuando le hacen la entrevista para explicar su política, para cada una de las medidas que proclama la televisión ha dispuesto una clac que recibe con efusivas palmas sus palabras. Es la forma de la aclamación moderna. Like en la cuenta de Twitter, palmas anónimas de siluetas recortadas tras los cortinajes de la entrevista. Nunca el anonimato de la masa fue representado de forma tan efusiva. Nunca fue más artificial. En sustancia, tenemos lo mismo que cuando se preparaban las aclamaciones en la Plaza de Oriente. Así que, en efecto, disponemos del escenario cesarístico. Por supuesto, Salvini no se cansa de repetir que todo el decreto cumple escrupulosamente con la Constitución italiana y con los compromisos internacionales de defensa de los derechos humanos. El presidente de la República no lo tiene tan claro.

Todo este inmenso aparato de agitación y amenaza parece que viene producido por los 71.868 emigrantes que han pasado a las costas mediterráneas en un año, según la Organización Internacional de Migraciones. La inmensa mayoría de ellos se dispersan por los cuatro puntos cardinales de este continente. Todos parecen estar rodeando a Salvini, asfixiándolo. Y cuando logre expulsarlos a todos, dice que quiere ahorrar mil millones de euros, que ya no se han de invertir en mejorar la seguridad. No se sabe de dónde puede venir ese ahorro más allá de desmantelar los centros de acogida humanitaria. Eso no disminuirá el número de emigrantes, pero hará que aumenten los que deambulen por las calles sin lugares de alojamiento y de atención.

Todavía resonaban los aplausos a Salvini cuando por la mañana, en la hora en que todos están desayunando en familia, vi un programa que me resultó inquietante. Hablaba de autodefensa y por debajo una cinta anunciaba el sentido del programa: «¿Vas a esperar a que vengan los ladrones?». Luego hicieron una entrevista al director de la tienda de armas de fuego más importante de Roma. El hombre explicaba con todo detalle que un arma larga es poco indicada cuando se trata de repeler un asalto de ladrones en casa. Es difícil de manejar y a veces puede resultar insegura. Entonces, dejando el rifle, mostraba toda una serie de armas cortas, y desde luego los infalibles revólveres. Tras el reportaje, un entrevistado argumentaba a favor de las ventajas de disponer del arma apropiada. Ya se sabe. «Yo no soy un hombre violento. Nunca he llevado armas. Pero si un ladrón pone la mano encima de mi hijo, ¿qué he de hacer?». E inmediatamente sonaban las efusivas palmas anónimas para refrendar las evidencias y los consensos.

Por supuesto, no pude evitar la secuencia de las dos escenas. La de Salvini predicando que los emigrantes son una amenaza y un peligro social, y la de este sobrio vendedor, casi un científico, que explicaba las ventajas de disponer de un arma para los inminentes peligros que asaltan a cualquier hogar. Y por fin, ese otro mercachifle que inquiere de forma directa: «¿Y usted no va a defender a su hijo con un arma?». Al final, en una secuencia precisa de información, la cinta pasa una y otra vez como un reclamo, como una señal de urgencia: un millón y medio de italianos han comprado ya un arma de autodefensa. ¿Y usted?

Salgo al fresco de la mañana de Padua, entregada a las tareas de la vida cotidiana con la misma calma de siempre. Miro de nuevo los minaretes de la basílica. ¿Vengo acaso de un sueño? ¿De una pesadilla? ¿Qué es este mundo paralelo de agitación de inseguridad y delito, de peligros endémicos, de llamadas urgentes a la defensa personal, de inevitabilidad de justicia propia, de la necesidad de ir armados? ¿Es esto lo que implica «First the italians»? Y no pude dejar de preguntarme si todo esto no será una intensa alucinación orquestada para erosionar la base civilizatoria del Estado, la justicia pública, y que de paso nos entreguemos al mercado de armas y a reclamar a gritos un protector general. Y Salvini de nuevo regresa a las pantallas, con un azul intenso, esperanzado, límpido.