No hay maestros de la memoria, nos relata en Maquis, con su narrativa dolorida, el gran novelista Alfons Cervera. Y continúa: solo hay maestros del miedo y del olvido.

Dejemos estas palabras lúcidas para más adelante y permítanme una pregunta o acaso una impertinencia: ¿cuál es la diferencia entre la Gran Muralla china, las pirámides de Egipto, una catedral gótica o el Valle de los Caídos? ¿Unas son maravillas de la Humanidad y otras chabacanos ejemplos de pobreza artística? Es posible. Siempre que utilicemos el criterio del arte por el arte. Las innovaciones arquitectónicas de la catedral de Burgos en nada se parecen al arte megalómano de las esculturas del Valle de los Caídos. Uno a cero gana la catedral. La elegancia de una pirámide y su manera de desafiar el tiempo en nada se parecen a la modernidad de la basílica del Valle de los Caídos, construida entre 1940 y 1958. Otro gol más.

Sigo con la impertinencia de mis preguntas: a la hora de juzgar un monumento, el criterio artístico es necesario, pero ¿es lo más importante? Si les queremos explicar a las generaciones venideras cuál es el valor de un monumento o de un hecho histórico, ¿existe alguna otra manera de mirar? ¿Podríamos valorar éticamente lo que vemos más allá de lo artístico?

Si fuese así, ¿por qué el Valle de los Caídos no pasa la prueba y las pirámides de Egipto sí? Consideramos moralmente inaceptable que un dictador y genocida levante un mausoleo para su gloria eterna y estudiamos en los libros de texto de historia y de arte la época de los faraones o la de otros dictadores y genocidas de la Antigüedad. Por qué. Simplemente, porque el tiempo ha pasado. Si la Gran Muralla, un gran cementerio de esclavos y de trabajadores hubiese sido construida en el siglo XX, ¿debería ser derruida?

Reconvertir un monumento, por muy bello que sea, en un reclamo de millones y millones de turistas es el mejor ejercicio que podemos hacer para que el Reino del Olvido le gane la batalla a la fragilidad de la memoria. Ya nadie recuerda cuando mira algunas obras y monumentos que allí ocurrieron atrocidades, que el ser humano fue utilizado como vil objeto para levantarlo, que la dignidad humana fue pisoteada para que la luz brillara y el dictador de turno pasase a la historia. Y para más inri, cada año miles de universidades y de colegios replican las hazañas de esos héroes, de esos generales, de esos estrategas porque en definitiva ellos son los vencedores. Los vencidos, los humillados y ofendidos, los nadie ya no son nada. Son pasto del olvido. El turismo y la mirada atravesada de selfies ha triunfado. En las oscuras estancias donde otrora se torturaba, un hotelito rural con encanto hace las delicias de los nuevos mirones, turistas encantados de mirar sin dolor los restos de esa historia.

Walter Benjamin, aquel filósofo que decidió pegarse un tiro antes de caer en manos de los nazis, en su opúsculo Sobre el concepto de la Historia nos recuerda este cinismo humano cuando expresa que «todo documento de civilización es a la vez un documento de barbarie». A la vez. No hay arte puro, ni historia pura, ni memoria que pueda rememorar lo que realmente pasó. No hay maestros de la memoria. Solo una sempiterna lucha entre los perdedores, los olvidados y los vencedores, los que escriben el relato.

Mi valoración, pues, de la polémica sobre si un dictador debiera ser o no exhumado de su monumento supongo que será un tanto impertinente para muchos biempensantes. Si por mi fuera, haría lo mismo con él que con la Pirámide de Keops. Allí fue enterrado el faraón. Faraón y pirámide son un todo. Asimismo, Franco y su pirámide. Franco y su monumento. Dejémoslo ahí, para siempre, no porque queramos adorarlo y visitarlo, sino porque los monumentos históricos deben seguir recordándonos lo que la historia es, ese gran laboratorio donde la memoria y el olvido luchan. Mirar a los ojos una contradicción, un monumento erigido a un dictador y las voces, los testimonios de los agraviados, todos juntos. Nuestra ventaja es que hoy hay narradores e historiadores que no están dispuestos a cantar las gestas solo de los vencedores, sino también a rescatar las voces del olvido y la desmemoria. No reescribamos la historia ni hagamos del Valle un museo de la memoria sino un monumento del olvido. Dejemos ahí la ignominia como recuerdo de lo que se ha hecho. No endulcemos el tiempo y terminemos haciendo un hotelito con encanto encima del cementerio de los perdedores. Todo es posible con el paso del tiempo. Quizá algún día, Auschwitz sea también pasto del olvido y las cámaras de gas parte del mobiliario de un hotelito con encanto. Los dictadores, los vencedores no mueren nunca. Ellos seguirán escribiendo la historia. Y nosotros coleccionando fotos para las redes sociales.

Los seres humanos somos así. Somos maestros del olvido.