Mi sincera admiración por las culturas orientales me ha llevado varias veces en mi vida a apartarme voluntariamente de la vorágine de acción en primera línea, para enfrascarme en el sosiego de la reflexión. En tres palabras, es lo que vulgarmente se conoce como cargar las pilas o retirase al desierto. Soy un convencido de que no se puede enseñar sin estudiar continuamente; no se puede escribir sin antes haberse saturado de lectura; no se puede mandar sin haber obedecido. Soy plenamente consciente de que la receta no va con estos tiempos frenéticos, y es lógico porque tiene más de veinticinco siglos, pero su eficacia está certificada por la experiencia. Entre la voluminosa mochila de objetivos que se ha planteado el nuevo Gobierno está la «transición energética»; verdaderamente, delicada e instrumentada, y difícil de conciliar con el cambio climático.

La primera alarma energética preocupante la proporcionó un brillante colega, el geólogo norteamericano M. K. Robert, que ya en 1950 expuso su hipótesis del pica oil: el petróleo, como todo recurso no renovable, tiene una vida limitada y se acabará. Una sencilla obviedad que hay que matizar: sí, pero ¿dónde y cuándo? Robert estimó que el petróleo de EE UU se acabaría hacia 1970 o, mejor, que empezaría a escasear desde esa fecha. Esa peatonalización es más atinada, porque se han desarrollado las técnicas de fracking, que han mejorado sensiblemente la explotación de yacimientos, si bien a precios más caros, y siempre quedaría el recurso de recurrir al gas natural para nivelar cuentas energéticas, como astutamente hace la cancillera alemana, Angela Merkel, importando gas natural ruso, a través del Norte Stream báltico, para no pagar los peajes de los gaseoductos ucranianos. Por ello, Donald Trump se enfada en EE UU sin mayores consecuencias, y en España nos chupamos el dedo cuando Europa nos niega permiso para abastecer en el Estrecho a la flota rusa, en tránsito al Mediterráneo Oriental. Y ello a pesar de que, según dicen, tenemos diputados en el Parlamento Europeo.

Otro gran problema mundial es el conocido como el cambio climático. Una indiscutible realidad, pero muy esencialmente desconocida en sus causas y arteramente manipulada por los oportunistas. Proclamada por el senador americano Al Gore hace bastantes años, y seguida por diversos equipos científicos. Su problema principal es -a mi juicio- que ha sido interesadamente distorsionada por los que atribuyen su causa casi exclusivamente a la acción humana: polución por gases contaminantes (C02, N02, N02, CH2) y nanopartículas menores de diez micras, de origen industrial. Esto no es falso, pero no toda la verdad -ni siquiera media verdad-, y sí ciertamente una pequeña y tendenciosa realidad fraccionaria, basada en el desconocimiento o, peor aún, en la minusvaloración consciente de otras causas reales. Quienes nos hemos interesado profesionalmente por la paleontología sabemos sin ninguna duda que el hombre, aparecido muy al final de la historia de la Tierra, no pudo influir en infinidad de cambios climáticos, muchísimo más radicales que el actual, que ocurrieron en los últimos seiscientos millones de años.

Entre otras causas del cambio climático se citan, sin agotar el repertorio: la actividad volcánica, las drásticas oscilaciones de la helioactividad, como las manchas solares, las variaciones de excentricidad de la eclíptica, los cambios de inclinación del eje terrestre, las oscilaciones del campo magnético, la radiación exterior y otras variantes cosmofísicas que sería prolijo enumerar. En consecuencia, cambiar radical e irreflexivamente en los más diversos países un ponderado y particular mix energético, en el que se incluyen carbón, petróleo, gas natural y centrales nucleares -incluidas las de cuarta generación- por renovables a tope (tan limpias como aleatorias) es una gran temeridad, máxime cuando las causas del cambio climático son muy mal conocidas.

Como aconsejaba Confucio hace dos mil quinientos años: «Hay que ser moderados hasta en la virtud». Contrariamente, Greenpeace, que presume de practicar el buenismo, postula el cierre de las térmicas y nucleares para 2025. En la práctica, eso supone que los países emergentes no saldrán a flote nunca, para tranquilidad y regocijo de los que hoy marchan en cabeza y que están forzando decisiones políticas manipulando el precio de los bonos de emisión del CO2, que se han cotizado desde 5 a 25 dólares/tonelada; ahora andan por 17 dólares, y no se descarta que en el futuro puedan llegar a 40. Consecuentemente, a quienes -desde hace más de 30 años- vienen predicando la fobia nuclear en España, con imprudente riesgo de graves pérdidas de competitividad para nuestra industria pesada, debo recordarles que la situación actual de promoción de reactores nucleares en algunos países del mundo (ordenados, respectivamente, en sus estadios de: construcción/autorización/y estudio) es el siguiente: China: 27/50/108; Rusia: 10/15/30; India: 5/17/41. Por otra parte, Francia ya tiene en actividad 59, y a punto de incorporación, otro más. En España podríamos tener operativos 17, como hoy Alemania.

Para mi desesperación, hace ya treinta y cinco años, siendo entonces vicepresidente de la Comisión de Industria y Energía del Senado (en la III legislatura de las Cortes), y como consecuencia del necio rodillo gubernamental del PEN-84, hoy en España tenemos sólo 8 nucleares, y pretenden cerrarlas cuando están financieramente amortizadas y -con los oportunos controles técnicos- podrían prolongar su vida funcional, como en otros países, porque son realmente imprescindibles. De no hacerlo así, luego vendrá el llanto para el sufrido Juan Español, como ya vaticinan las reiteradas subidas de los recibos de la luz y otras nuevas anunciadas. Nuestras industrias lo pagarán en pérdidas de competitividad y cierres, con las aparatosas protestas sindicales, que mejor hubiera sido formular a tiempo, con más moderación y mejores razones técnicas, que lógicamente tendrían que haber considerado previamente. Con la más cordial sinceridad, les recomendaría menos algarabía y más dialéctica en lo sucesivo.