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La roqueta, la gran frustración de Jaume I

El llamativo título no es mío, su autoría pertenece al historiador mercedario fray Joaquín Millán Rubio, quien tiene un interesante estudio de Jaime I y su relación con el Monasterio e Iglesia de san Vicente Mártir, donde fue enterrado el santo, en razón a que en algún momento se le entregó a la Orden Mercedaria el lugar y sus rentas, dado el afecto que el monarca aragonés tenía a sus frailes dedicados a rescatar mediante dinero a lo cristianos cautivos de los moros.

Recordemos que el propio Rey atribuyó, entre otras causas, la conquista de Valencia y su Reino a Jesucristo gracias a los ruegos e intercesión espiritual de san Vicente Mártir y consideraba el lugar como especialísimo para su Cruzada, la cual no hizo por su propia voluntariedad, en principio, sino porque la Iglesia le impuso la penitencia y como condición previa a levantarle la pena de excomunión en la que había incurrido al haber detenido y encarcelado a un obispo electo destinado a la sede de Zaragoza con el fin de que no fuera consagrado y poder colocar allí a un amiguete suyo, según cuenta el medievalista Antonio Ubieto.

La Roqueta, lugar famoso de peregrinaciones y con grandes beneficios otorgados por los distintos reyes, fue prenda muy pretendida por las diversas Órdenes Religiosas que aterrizarían por Valencia. En tiempos de Pedro II de Aragón, el monasterio era de los benedictinos. En 1232, Jaime I ratificó esa donación a los benedictinos, a los que para cuidarlo y mantenerlo les asignó Quart de Poblet y los diezmos de las rentas de La Albufera.

El díscolo Jaime I volvió a ser sometido a penitencia eclesiástica por haberle cortado la lengua al obispo de Gerona por haber testificado en su contra en cuestiones canónicas matrimoniales que no interesaban al monarca y fastidiaban sus pretensiones. Varios obispos y abades formaron un tribunal para enjuiciar el caso, ante el cual el rey compareció y de rodillas y llorando pidió perdón por lo hecho, siéndole impuesta como penitencia el dotar con más medios económicos la Iglesia y Monasterio de la Roqueta de Valencia.

También le hicieron ocuparse y preocuparse de los frailes que habitaban el lugar, a los que retiró del mismo por llegarle noticias de que llevaban una vida deshonesta y no cuidar con diligencia el recinto monacal y templo. Por ello, en 1255, decide entregar La Roqueta a la Orden de la Merced, cuyos religiosos conocía bien, hacían heroicos trabajos desde ya antes de la conquista de la ciudad entre los valenciano-musulmanes y sabía de su comportamiento ejemplar. La encomienda lo fue con el especial encargo de que reformaran y cuidara monasterio, iglesia y construyeran un hospital de peregrinos, añadiendo a las rentas que ya tenían las que produjera la también conquistada Villa de Burriana.

Los frailes expulsados del cenobio pleitearon contra la decisión del Rey de entrega de La Roqueta a los Mercedarios alegando que éstos le habían dado dinero al monarca, infamia de la que tuvo que defenderse ante la Iglesia, alabando la rectitud mercedaria y que fue al revés, que él dio dinero a los nuevos ocupantes para su actividad cuidadora y sostén. No le valió para nada a Jaime I el alegato con el que se defendió, pues el tribunal eclesiástico le dio la razón a los expulsados y se la quitó al Rey, resolviendo que la Orden de la Merced tenía que abandonar la Roqueta y regresar a ella los monjes expulsados.

Mercedarios y Jaime I por separado recurrieron al Papa Urbano IV, quien en 1262 confirmó sus demandas, era para los Mercedarios La Roqueta. Murió este Pontífice en 1264 y su sucesor Clemente IV volvió a darles la razón a la Orden de la Merced y a Jaime I. No obstante, el monarca, hastiado de tanto conflicto con la Iglesia no quiso ejecutar la resolución de Roma y los Mercedarios tuvieron que dejar también el hospital, que es lo único que los otros monjes les habían dejado, marchándose, porque, sin rentas ni beneficios, todo lo cual se habían quedado los otros frailes, no lo podían mantener.

De ahí que el incidente con la Iglesia por La Roqueta fuera una de las frustraciones, tal vez la única o más grande, que contrarió al victorioso Jaime I en su época gloriosa de Señor y Rey de Valencia. Pudo con todo, menos con la Iglesia.

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