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Ética y ortografía

El resurgir de las comillas como emblema de la decencia

¿Quién iba a decirnos que los signos ortográficos iban a ponerse de moda? Voces sesudas llevan años haciendo sonar señales de alarma por su desaparición y también por la degradación de su uso. A los profesores se les oye clamar por el desaseo de sus alumnos al puntuar, al acentuar, a la hora de respetar la interrogación y la exclamación al principio y al final de las frases como es propio del español al contrario de lo que ocurre en otras lenguas.

Sobre todo en los modernos medios del guasap, tuits y otras extravagancias, donde los signos ortográficos aparecen, desaparecen, vuelan a lugares inapropiados, se confunden alojados en el desconcierto, pues todo ha desembocado en un espacio de libertinaje, en una gramática libre de agobios, desenvuelta y desembarazada, sin temores ni miedos al cejijunto filólogo.

Y de pronto, ay, lector, de pronto se ha visto que detrás de un simple signo ortográfico hay toda una concepción de la vida y de sus aledaños, del mundo y su circunstancia, nada menos que un programa ético, de valores y principios sólidos, casi diría una mística de las antiguas, de las que ya creíamos que habían sido arrinconadas por los empujones de la modernidad y selladas con siete llaves en los sepulcros de la santa Teresa y el santo Juan.

Tal ha ocurrido, lo habrá adivinado el lector perspicaz, con las comillas. Las teníamos, quienes somos más atolondrados, por un diminutivo de la coma como la cajetilla de la caja o la alfombrilla de la alfombra hasta que nos hemos dado cuenta de su importancia intrínseca. Porque el uso de la comilla, es decir, la práctica de entrecomillar un texto para indicar que es ajeno, que pertenece a otro escritor de cuyo nombre procede dejar constancia y feliz recuerdo, ha recuperado lo que nunca debió haber perdido: su ser más allá de su condición de signo ortográfico, al tratarse en puridad de una garantía de honradez y de integridad. De forma que, si la flor que llevamos en la solapa designa dandismo, la comilla colocada en su lugar pertinente destaca como emblema de la decencia.

Solo quien es un trapacero, quien se apropia de lo ajeno, quien se viste con plumas que pertenecen a otro pájaro o se engalana con ramas que son de otro árbol es quien se come las comillas.

Es decir que entre la coma y la comilla hay un salto cualitativo, un significante y un significado de envergadura. Es un poco lo que pasa entre la albóndiga y la albondiguilla. La primera es una masa de carne picada que, cuando está bien aderezada, frita con primor en la sartén y acompañada de una salsa delicada, se convierte en un manjar ameno. Mientras que la albondiguilla es la sustancia solidificada de un moco que extraemos de una o de las dos fosas nasales entorpecedora de la cabal respiración. Los más aseados se desprenden de ellas pegándolas en algún mueble familiar y de confianza. Se podría hacer una clasificación de tales albondiguillas con la misma precisión que el conde de la Trompeta empleó para los pedos en un libro memorable publicado en el siglo XIX y que Dalí cita mucho en los suyos siempre -claro es- entre comillas porque Dalí, como trovador de Gala, era un caballero.

Acojamos pues con júbilo a quienes respetan las comillas porque otorgan paternidad cierta a las criaturas ajenas y a quienes no lo hacen los expulsaremos del círculo de los hombres honorables dándoles el trato infamante que merece el trabucaire.

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