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Si yo fuera catalán e independentista

A la vista de la baja repercusión de las movilizaciones conmemorativas del primer aniversario del referéndum ilegal del 1-O (sólo 180.000 asistentes acudieron la manifestación ´Recuperem l'1 d'octubre´ según la Guardia Urbana de Barcelona, cantidad muy inferior al millón que cifró para la Diada esa misma fuente), si yo fuera catalán, y sobre todo independentista, comenzaría a preocuparme, sobre todo si consideramos que hay algunos datos considerables a reseñar como que los Mossos reprimieran duramente a los CDR, o sectores hasta entonces radicales pidieran la dimisión de Torra al final de la jornada. Todo ello mientras en el independentismo flota un halo de desencanto por no haberse alcanzado el objetivo de la república prometida. Y si a esto añadimos que ERC se está alejando de las tesis puigdemontistas, y que sectores del PDeCAT consideran imposible la independencia ni siquiera a medio plazo, parece obvio que nos encontramos ante un cisma en ciernes.

Es por ello que, si yo fuera catalán e independentista, sólo contemplaría la república catalana como una meta a largo plazo, e intentaría vivir el presente en concordia con la mitad de los catalanes que no quieren la independencia. Para entenderlo mejor, tomaría como modelo a los separatistas vascos, tan firmes en sus convicciones, pero también tan sensatos y tan a años luz de vivir en una realidad paralela. Actualmente, el País Vasco es un modelo de elegancia que debería imitar el gobierno catalán y sobre todo Quim Torra cuando alecciona a los jóvenes del CDR a actuar con contundencia —«Apretad, hacéis bien en apretar»—, un adoctrinamiento impensable en sus homólogos Garaikoetxea, Ardanza, Patxi López o Iñigo Urkullu dirigiéndose a los cachorros de la kale borroka.

Y es que, reconozcámoslo, Torra es la antítesis de un político elegante, y tan sólo un activista agitador. Tan mal político es este molt honorable que, como rabieta ante su decepción por la baja respuesta ciudadana el último 1-O, amenazó a Pedro Sánchez con el órdago de concederle un mes de plazo para que propusiera «un referéndum pactado, vinculante y reconocido internacionalmente, o el independentismo no podrá garantizarle ningún tipo de estabilidad en el Congreso», una chulería de la que se desdijo esa misma jornada al reparar en que forzar unas elecciones generales, sería poner de nuevo a la derecha en la Moncloa, algo que agravaría los problemas en Cataluña.

A la vista de los recientes acontecimientos, todo apunta a que el independentismo ha entrado en crisis mientras que Puigdemont, un prófugo que flota en la nube paranoica de una realidad paralela, sigue en su papel de héroe de una república imaginaria, y persevera en el engaño de una independencia que nunca logrará Cataluña si no se modifica la Carta Magna española y se celebra un referéndum legal.

Ante esta evidencia, hay que alertar del peligro que supondría no actuar de este modo ya que si no, al independentismo solo le quedaría la vía de la desobediencia y la violencia inherente a una revuelta civil, una coyuntura cuyas consecuencias, además de ser nefastas para la paz y la estabilidad, haría felices a los españolistas que sueñan con ver carros de combate con la bandera rojigualda, desfilando e imponiendo el orden por la Diagonal o la Vía Layetana.

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