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"Calomarde, la cosa está que arde"

La cita que ecabeza este artículo se me decía desde una izquierda amable allá cuando el PP ganó por vez primera las elecciones al PSOE en el Ayuntamiento de Valencia con Rita Barberá. Emili Piera me hizo una entrevista para la Cartelera Turia que me dio un premio que no recuerdo si recogí y, lo que es la política española, que al cabo de los años la cosa en la vida política y social está que arde, otra vez, como casi siempre, por otra parte. Bulle la sangre iracunda y algunos vuelven a encontrar proféticas las palabras del último Azaña: «Paz, piedad y perdón», una vez perdida la guerra.

Porque ese clima belicista ha impregnado nuestros gestos. La sociedad española parece empeñada en volver a una bien aprendida y cainita dialéctica, esperemos que nunca más de los puños y las pistolas, pero sí de su antesala, la simplificación de los problemas, la búsqueda de salidas más que de soluciones y todo ello desde el binario, bueno, malo, progresista, reaccionario y ad calendas gregas.

Es cierto que el desafio catalán ha emponzoñado el marco de relaciones institucionales y políticas lo indecible. Y no lo es menos que la salida a la moción de censura llevada a cabo por la izquierda contra el gobierno de Rajoy ha llevado a muchos, sin más juicio ni ecuanimidad, a hablar -y creer, que es lo peor- en la existencia del golpe de Estado. Idea alentada por predicadores sin otra memoria que la propia del dicterio ni otra ambición que la de convertirse en gurús de la nueva derecha de Vox.

La situación descoloca a nuestra derecha de forma notabilísima, pues las triadas y las casas comunes parecían cosas de la transición y no formas perfectamente vigentes del ejercicio político. Pero quién sabe; lo mismo la cosa es más honda y el país ha perdido de nuevo el corazón y la cabeza. Villarejo, Garzón y las conspiraciones mucho más efectivas y reales de lo que llegaremos a suponer escupen su veneno en esta piel de toro tan breada por el desencanto, esa palabra también tan de la transición, y una cierta abulia general.

La bisoñez de la clase política es ya de tal magnitud que efectivamente da miedo. Porque sus capacidades nacionales de actuación no están a la altura de las necesidades enormemente complejas del país ni de sus desafíos de futuro. El surgimiento, tan interesado y a tiempo de un partido como Vox, aniquila las posibilidades de éxito inmediato de un PP que se ve obligado a endurecer, todavía más, las duras posiciones de Casado, tan alejadas del centro político y la prudencia que el propio PP ha practicado desde la transición hasta nuestros días, salvando momentos históricos precisos, tratando de compaginarlas con la pátina necesaria para enarbolar el trípode de la casa común que le pide Aznar culpando ,cómo no del sucedido a Rajoy.

En lo que hace a la Comunitat Valenciana, esta situación nacional que describo no nos va a beneficiar en absoluto. La razón es el fuerte antiautonomismo de Vox. La propuesta de suspensión de la autonomía catalana y, en general, de nuestro sistema autonómico, que no es sólo la legítima aplicación del 155, casa no muy mal con el disparate de Casado de querer hacerlo solo. También se equivocó Rajoy , tras la ardua negociación con Sánchez y Rivera para ello, naturalmente. Negociación de la que Casado nunca supo absolutamente nada, como es obvio. Y nosotros, los valencianos, necesitamos un PP automista y que deje de agitar los viejos fantasmas catalanistas de cuando el «Calomarde, la cosa está que arde». Malos augurios.

Pero esta fractura social entre una derecha y una izquierda que no quieren hablarse es lamentabílisma porque dinamita uno de los mejores valores políticos de la transición: el consenso en asuntos de Estado muy por encima del zurriagazo político montaraz. Ese sentirse desacomplejado me parecería espléndido si supusiese que se ha estudiado la historia propia de la tradición conservadora española desde el canovismo y de la valenciana, al menos desde Luis Lucia. Pero claro que lejos estamos de ello cuando dicho no complejo se refiere a proclamar con la impericia propia que uno es «muy de derechas», pero mucho, y nada, pero que nada de izquierdas. Reconozco que los años y el paso del tiempo me han hecho comprender con profundidad el aserto de Ortega y Gasset según el cual el ser de derechas o de izquierdas con inusitada exclusividad es una forma de hemiplejía moral.

Líbrenos el destino de los fantasmas de nuestro pasado; resitúe a nuestras fuerzas políticas en el lugar que les debe corresponder y lleve de nuevo al entendimiento amable en los asuntos pilares para nuestra futura convivencia constitucional. Porque el valor más importante y fontanal de la Constitución es la renovada voluntad de vivir juntos. Que no se quiebre una vez más en nuestra historia, ni en el corazón ni en la cabeza de los españoles.

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