Entre las ruinas de Putney Hill, después del devastador ataque desencadenado por los expedicionarios marcianos, sitúa H. G. Wells uno de los capítulos más sugerentes de su novela La guerra de los mundos. Allí su innominado protagonista encuentra oculto a un artillero superviviente de los primeros combates. Ambos comparten refugio e intercambian impresiones. Los prófugos comprenden que la humanidad ha sido prácticamente barrida del mapa por fuerzas hostiles muy superiores. Para el artillero solo resta intentar la supervivencia; proclama que el mundo tal como lo conocemos habría desaparecido para siempre ante la evidente superioridad marciana. Sorprendentemente el odio a la fenecida civilización parece mayor que el miedo que inspiran los invasores. La gente sencilla habría caído exterminada porque ya anteriormente no valían para nada, habituados como estaban desde antiguo a tolerar la explotación y una vida anodina. Muchos aceptarán las cosas como se presenten y serán esclavos voluntarios de los nuevos amos, como ya lo habían sido antes. Propone a continuación formar una selecta banda de hombres fuertes y decididos a todo que vivirán en las redes subterráneas de Londres. Sin que haya sitio para personas sutiles y delicadas habrá que atesorar libros, pero no libros de poesía o libros especulativos, sino libros de ciencia, libros eminentemente técnicos, prácticos. Puede que haya que servir a los marcianos hasta aprender de ellos, de su tecnología, hasta el momento glorioso en que un ser humano esté al mando de una de sus terribles máquinas destructoras y pueda dirigirla contra sus creadores.

Síndrome de Putney Hill podría denominarse a la dolencia visible hoy que consiste en contemplar cualquier catástrofe (humana o natural) como una oportunidad, como una ocasión propicia para relanzar a la especie y modificar permanentemente el orden social corrigiendo aquellos vicios morales preexistentes, multiplicadores de los efectos de la catástrofe cuando no responsables de haberla provocado.

H.G. Wells anticipó en el hombre de Putney Hill al paranoico político de nuestros días. Muchos nostálgicos de la pureza, supremacistas disfrazados de liberales con traje y corbata, o aparentemente buenos ciudadanos y patriotas auténticos sueñan con la catástrofe global, con un acontecimiento decisivo y dramático para poder salir de las cenizas de una civilización que juzgan corrupta bajo la que no han podido prosperar, y poder fundar sobre sus restos un nuevo reino de poder, gloria y renacimiento.

Igual que en el caso del hombre de Putney Hill cifran sus esperanzas en los conocimientos prácticos y la tecnología, incluida la militar, aprendida de los señores actuales del mundo para, con esos instrumentos y una vez liberados del sentimentalismo intelectual, derrocarlos después. En la actualidad, muchas de estas fantasías encuentran su fondeadero en un océano digital, donde cualquier delirio puede parecer razonable sin levantar sospechas. Pero en ocasiones se desciende al venerable soporte de papel para plasmar en él inusitadas esperanzas para un mundo liberado con rabia y fuego del colapso civilizatorio.

Sin la inteligencia, buena vluntad ni talento de H. G. Wells, pero tampoco exento de cierta habilidad narrativa encontramos un ejemplo interesante en la obra de James Wesley Rawles, cuyas novelas dibujan, descartada por inverosímil la invasión marciana, la ruina de un mundo dominado por el capital extranjero, las finanzas y los oscuros intereses del internacionalismo. Este apóstol contemporáneo de las milicias y defensor del supervivencialismo ha dado a conocer un hipotético escenario de desolación global tras un colapso financiero mundial, seguido de una hiperinflación que habría de provocar «el fin del mundo tal como lo hemos conocido hasta ahora». En sus novelas promueve un esquema que reproduce el síndrome de Putney Hill. Sus protagonistas son antiguos miembros y cargos intermedios del ejército o la empresa con una competente formación práctica, especialmente en mecánica e ingeniería, devotos de las largas marchas en plena naturaleza durante las que desarrollaron hábitos y tácticas de supervivencia; a todo ello se añade una franca hostilidad a las organizaciones gubernamentales.

Cuando llega la catástrofe, el equivalente a la red de galerías subterráneas que deben albergar su movimiento de resistencia, lo constituyen en las novelas de Rawles espacios rurales lo bastante aislados para poder convertirlos en granjas fortificadas. Conforme con los deseos que expresa el artillero del que nos habla Wells, también milicias armadas plenamente autónomas tendrán que luchar contra otros seres humanos al servicio de los nuevos poderes, en este caso las Naciones Unidas y un corrupto Gobierno federal, títere en manos de poderes extranjeros. Igual que en el síndrome de Putney Hill, los defensores de los últimos reductos de la verdadera humanidad podrán utilizar la tecnología de sus enemigos después de haberlos servido. Un progresivo movimiento de simplificación en la literatura supervivencialista divide a las personas en dos grandes grupos: de un lado los más fuertes, heroicos y aguerridos defensores de las libertades primordiales; de otro los colaboracionistas, débiles y traidores, aquellos que, en momentos anteriores al colapso, ya habrían demostrado su incapacidad de acción, y que son (en cualquier hipótesis) el material sobrante de la humanidad.

Si bien las fantasías de Rawles terminan en sus novelas con el triunfo de una revolución conservadora y una utopía de corte militarista, rural e integrista cristiana, a H. G. Wells no se le ocurrió ni por un momento que el artillero de Putney Hill impusiera el hechizo de un falso discurso épico sobre su desesperado protagonista que, al cabo de unos días, le abandona. Resulta evidente que sus anhelos eran fantasías sin fundamento y sin aplicación, formuladas además por una mente débil, rencorosa, dominada por obsesiones anteriores al colapso. Abandonado y aislado, su mundo es paranoia, la delirante y persistente paranoia combinada con el resentimiento y la frustración. En el mundo en que vivimos aquí y ahora un miliciano puede arriar la bandera de Naciones Unidas sobre una posición recién conquistada y elevar la enseña de Idaho sólo dentro novelas y ensoñaciones como las de Rawles. Ese sigue siendo el único terreno propicio para estas y otras cosmovisiones, eminentemente paranoicas donde crecen nuevos molinos viento semejantes a gigantes que esta vez no seducen a bienintencionados quijotes sino a dañinos enamorados de la muerte y la violencia. Es labor de las personas de buena voluntad, que, durante los desafíos de este inquietante siglo, tan peligrosas fantasías sigan allí confinadas como en una caja de Pandora.