A juzgar por lo que cuentan los medios parece que aquel caudillo de infausta memoria se dispone a "ganar batallas después de muerto", como el Cid de nuestro romancero, al que tanto admiraba.

De triunfar la "jugada maestra" de sus descendientes, como la califica el jefe del comité de expertos nombrados para ver cómo sacar por fin a Franco del Valle de los Caídos, el cadáver podría acabar en la catedral de la Almudena.

En teoría, un templo de tan perversa fealdad sería un lugar idóneo para acoger los restos de aquel feo dictador de voz aflautada a quien no temblaba, sin embargo, el pulso al dictar penas de muerte.

El problema es que, como temen muchos, la inmediata proximidad de esa espantosa catedral al palacio desde cuya balconada, rodeado de los suyos y vitoreado por el pueblo, Franco tronaba contra la ONU, podría convertirlo en lugar de peregrinaje.

Y peregrinos no parece que fueran a faltarle a juzgar por los viejos y nuevos partidos que vuelven a clamar, banderas al viento, por aquella "¡España, Una, Grande y Libre!".

Vista la romería en que podrían convertirse las visitas a la nueva tumba del dictador junto a la de sus familiares y ante la imposibilidad de destruir el sacro edificio, tal vez habría que dejar los restos del dictador donde ya llevan sepultados varias décadas.

Permítase a los familiares que así lo deseen sacar de aquel lugar los restos de sus seres queridos y "resignifícase" esa basílica construida a mayor honra del dictador y de un nacionalcatolicismo de infausta memoria.

"Resignificar" es lo que se ha hecho, por ejemplo, con los campos de exterminio como Auschwitz y tantos otros lugares donde se explotaba hasta la muerte o se gaseaba a los judíos y que hoy sirven a los jóvenes de todo el mundo de recordatorio de algo que nunca puede volver a suceder.

Bastaría con rodear la basílica de Cuelgamuros de carteles bien visibles en los que se explicase a propios y extraños la crueldad extrema y los crímenes del régimen del católico Franco, el apoyo que recibió de la Iglesia, de sectores importantes del empresariado y de Gobiernos extranjeros.

Ni que decir tiene que habría que proteger, al menos durante algún tiempo, todo ese material informativo del seguro vandalismo al que se dedicarían los nostálgicos de un régimen que forma parte indisoluble de la historia de la infamia del siglo XX.