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Ciclo corto y ciclo largo en la Historia

Entre los historiadores es frecuente el uso del concepto de ciclo histórico, con notables diferencias entre el llamado ciclo corto y el que pueda considerarse como ciclo largo. No hay nada empírico en todo esto, al contrario. El ciclo es ante todo una herramienta muy útil para los profesionales de la Historia (permítanme poner la disciplina en mayúscula como hacen los británicos), porque les da pie a la interpretación por más que siempre subjetiva de los acontecimientos.

Hay historiadores que viven los hechos casi al detalle, día a día, son presentistas, de corte periodístico. Algunos de ellos se hacen llamar microhistoriadores, pues recogen los fragmentos documentados como si fueran piezas de una vasija cerámica por restaurar. Otros, durante los años 60, bajo la influencia marxista, propiciaron una historia que atendía a los llamados modos de producción económicos, y entonces los ciclos se convirtieron en farragosas listas de precios y sus oscilaciones sobre los que extraer conclusiones muchas veces peregrinas.

En cambio, el relato de las horas con las que se vivieron los sucesos revolucionarios de Octubre de 1917 en San Petersburgo es un buen ejemplo extremo de historia de los acontecimientos a corto, y si el historiador tiene pulso narrativo -algo fundamental para esta especialidad-, el resultado final se parecerá a una entretenida novela negra.

Esa capacidad narrativa se revela fundamental también en un género intermedio de la historia, la biografía, igualmente muy del gusto anglosajón y tan poco practicado en nuestro país. Una buena biografía, hábilmente narrada y capaz de transportarnos a la época y a la psicología del personaje me parece más amena e instructiva incluso que una novela histórica, a través de la cual, por más que esté documentada, el autor da rienda suelta a su imaginación y suele cometer el error de transferir conductas y mentalidades contemporáneas a personajes pretéritos. Lo cual no quiere decir que no haya novelas históricas muy interesantes, como las de Marguerite Yourcenar, Umberto Eco o Robert Graves, sin olvidarnos de nuestro Santiago Posteguillo o del giro novelesco en catalán de Eduard Mira.

El ciclo largo de la historia, en cambio, busca ante todo crear vínculos y continuidades de tal modo que los hechos concretos no resultan tan relevantes y es el análisis de los contextos lo decisivo. Los prehistoriadores o los historiadores de la antigüedad y los medievalistas, no tienen más remedio que ver su tiempo histórico de estudio bajo esta perspectiva larga. Pero no son los únicos. Desde la irrupción de la llamada historia de las civilizaciones del británico Arnold J. Toynbee, esa visión amplia se ha generalizado y alcanza prácticamente hasta nuestros días.

Valga como ejemplo los análisis que sitúan en un mismo plano histórico la Primera y la Segunda Guerra Mundial, la una como continuidad de la otra con un periodo valle como entreacto. Y aún más extensible la tesis, la de la mirada que propone un largo periodo de enfrentamiento entre dos modelos sociopolíticos bien diferentes y antagónicos: el de los últimos imperios centrales, herederos de la contrarrevolución antinapoleónica del siglo XIX, frente a las democracias burguesas occidentales hijas de la Ilustración. Un ciclo que abarcaría de Waterloo a la toma de Berlín por las tropas soviéticas.

En la actualidad, sin embargo, el cúmulo de información, la multiplicación y difusión casi instantánea de miles de detalles sobre los acontecimientos que influyen sobre la política, la economía y hasta las mentalidades, provoca una situación extrema de empacho de difícil digestión, «rindiendo culto a la superstición de que todos los días ocurre algo verdaderamente nuevo» en palabras de Jorge Luis Borges.

La televisión se encarga, además, de dar rienda suelta a aficionados de la ciencia política y tertulianos verbosos que analizan sin pudor y banalmente temas de cierta complejidad. La opinión se ha convertido en una actividad verdulera. Nada que ver con aquellos programas de La Clave que nos dejaban atónitos de la mano de José Luis Balbín, su sintonía sincopada y la presencia de invitados tan sabios como buenos divulgadores.

La cuestión es que vivimos un momento de transición -parece evidente-, hacia un futuro que como tal es impredecible. Nunca lo había sido tanto, y no porque nuestro tiempo haya creado géneros tales como la ciencia ficción. En una especie de bucle atormentado, la humanidad que se había desembarazado tanto de las visiones apocalípticas como de las prometidas redenciones gracias al advenimiento de la ciencia y la tecnología aplicada, ha regresado, como diría Paul Valéry, a «un futuro que ya no es lo que era», que ya no es, desde luego, el que se había prometido.

Somos hijos de un tiempo feliz, maternalista y prolífico en lo creativo y sensual, el de la segunda mitad del siglo XX, y ahora casi todas las señales críticas que se avizoran por el horizonte son vistas como amenazas: la crisis económica y el aumento de las desigualdades, la inmigración descontrolada, el auge del populismo filofascista, el regreso del izquierdismo radical, el nacionalismo supremacista, las guerras comerciales, el cambio climático, el rearme ruso? En realidad puede que jamás se haya vivido mejor en este mundo -en términos generales- ni la humanidad haya tenido a su alcance tan amplio surtido de conocimientos para resolver de modo sencillo buena parte de esos problemas que auroran como terribles.

Pero muchas veces tener el conocimiento no sirve de nada si este no se impone a la idolatría y el fanatismo del pensamiento simplista, aquel que utiliza la historia como arma arrojadiza, cuando en realidad estamos sometidos tanto a acontecimientos inmediatos como a las grandes corrientes de la evolución histórica. Y a fecha de hoy, el pasado no se ha ido todavía y el futuro no acaba de llegar.

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