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La irrupción de Vox en el panorama político

Todo movimiento revolucionario lleva consigo la posibilidad de la reacción. Son procesos inapelables, que, cuando se activan, se retroalimentan continuamente. La revolución económica, por ejemplo, ha acelerado determinados aspectos de la fractura social: el trabajo se precariza, los salarios caen, los precios de la vivienda empujan al alza, la robotización y las nuevas tecnologías brindan oportunidades y liquidan certezas. El despertar de los partidos populistas de izquierda a lo largo de toda Europa se ha producido, en parte, como una respuesta visceral a la realidad compleja y mutante que emerge tras la entrada de China en el comercio mundial, la caída del Telón de Acero y el desarrollo masivo de las tecnologías de la información. El miedo a perder el empleo o a la proletarización, el debilitamiento del Estado del bienestar o la angustia de los padres por el futuro laboral de los hijos ha abierto un espacio del malestar aprovechado por los nuevos movimientos de extrema izquierda para lanzar su discurso. Y no sólo por la extrema izquierda, sino también por fuerzas marcadamente identitarias como los nacionalismos o los autoritarismos de derecha.

La irrupción de Vox en la escena política española no debe sorprendernos de entrada. Si toda revolución lleva consigo un potencial de reacción, cabe preguntarse a qué estímulos responde este partido. Una primera respuesta quizás la podamos encontrar en la debilidad del discurso político del PP durante los años de Rajoy. La segunda respuesta tiene que ver con la subida de tensión territorial que ha supuesto el proceso independentista en Cataluña, uno de cuyos efectos inmediatos ha sido el resurgir de los nacionalismos. Un tercer factor cabe situarlo en el momento europeo favorable a la eclosión de los populismos -ya estén situados a la derecha o a la izquierda del espectro político- y del que nuestro país no puede salir indemne. Un cuarto elemento es la inmigración incontrolada, cuyas consecuencias reales son difíciles de predecir, pero que ha entrado plenamente en el debate público. Finalmente, una quinta causa sería la guerra cultural que plantea la extrema derecha a determinados valores morales que el activismo de izquierdas pretende imponer como dogmas de fe. Y la economía, por supuesto, siempre la precariedad económica.

Es probable que Vox haya llegado para quedarse, al menos en algunas ciudades y autonomías. Pero para convertirse en un auténtico partido de masas -como ha sucedido en Francia o Italia con el Frente Nacional o la Lega-, todavía necesita ampliar su ancho de banda ideológico, lo cual no resulta evidente a día de hoy. Sin embargo, el efecto de su irrupción será inmediato. Al romper el centroderecha tradicional, introduce nuevos e inquietantes matices políticos que hasta ahora permanecían ocultos, pero que pueden apelar a una parte creciente de la sociedad: la supresión de las comunidades autónomas, por ejemplo, o la demonización de los inmigrantes extracomunitarios. Un discurso como el que elabora la Lega en Italia, el cual combina políticas antiinmigratorias con fuertes ayudas sociales bajo el paraguas de la identidad nacional, constituye el cóctel perfecto para un populismo de derechas similar al que se impone en Occidente. Un registro que Vox todavía no domina, pero cuyo potencial es innegable.

De confirmarse finalmente, su presencia supondría una mayor fragmentación parlamentaria y mayor inestabilidad. Al igual que sucede con los nacionalismos y con Podemos en sus respectivos ámbitos, Vox introduce en la derecha española la sospecha sobre el consenso liberal y europeísta que ha hecho posibles los mejores años de nuestra historia política. Y, sin consensos amplios, ninguna sociedad mira al futuro con confianza.

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