Sot de Ferrer. No hay pérdida. Por la autovía de Aragón después de dejar atrás la Calderona y antes de Segorbe. El pueblo del palacio gótico y el templo, monumentales, con un calvario que es como una elegante casaca montonera de cal y botonadura azul. Arriba, San Antonio, no el de la Tebaida, sino el de Padua, que era de Coímbra y que, cuenta Jon Juaristi, tenía tantas atribuciones como un antibiótico de amplio espectro. Hay muestra avícola en el pueblo con palomos y gallinas (y conejos enormes, no nos vamos a poner puñeteros con la taxonomía) y unas gallinetas, diminutas, que se posan en tu mano como un perico doméstico.
Baño de bosque desde san Antonio, la ermita, al Navajo León un captador de agua de lluvia con cúpula de tierra y ladrillo moruno. De allí a la calera que lleva el nombre del santo, entre pinos y campanillas de brezo rosa como la úvula, con perdón, de una novia adolescente. Y vuelta calvario abajo. Un calvario que más que proponer altos dones obtenidos con duras penitencias, parece derramarlos sobre el pueblo siguiendo el plano inclinado de la vida: cuesta abajo y sin prisas.
Sot de Ferrer tiene río, el Palancia, y entra en el pueblo, como un candelabro de cristal sobre una solera de caliza. El agua aduna las rocas y acaricia sus curvas orgánicas, de desierto maduro y ensueño beduino de caderas lejanas. Ese río se ciñe al pueblo, pasa muy discreto bajo la carretera y reaparece, otra vez pegado a su protegido, como una mujer hermosa con prisas que cascabelea en la despedida y deja petrificados a sus pretendientes bajo un cielo crujiente de anhelos y celadas del que se desprende una llovizna amarilla.
Comida en un habitual recomendable: el Asador de Rueda. Le pregunto a mi colega si se venden casas en el pueblo. «Pocas, algunos pareados del banco malo». Pero, me cuenta, no aceptaban pagos al contado: ellos se encargaban de financiarte. ¿Realmente era preciso inventar los bancos después de parir con dolor y ganarse el sustento con el sudor de la frente (y del culo)?
