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Minutero electoral

Los fallos de protocolo no deberían llevar a la confusión. Son anécdotas -significativas si se quiere, pero anécdotas- que forman parte del paisaje mediático y poco más. Sin embargo, tras el minuto de gloria inicial con la formación del primer gobierno -un ejecutivo que sorprendió por su audacia-, una cadena de errores e improvisaciones ha ido deteriorando la figura de Pedro Sánchez. Como en un PowerPoint, el relato del presidente hace suyo el discurso duro de la corrección política, que utiliza como cronómetro del marketing. Todo sirve para el minutero electoral, en una campaña que busca movilizar el voto aunque sea a costa de sacrificar algunos intereses generales. Es lo que ha sucedido con el pacto firmado por la izquierda sobre unos Presupuestos Generales del Estado que apenas ofrecen soluciones a los problemas reales del país.

Con la economía global anunciando un primer giro a la baja -los vientos de cola ya no son tan favorables, el petróleo y los tipos de interés se posicionan al alza, y apunta la amenaza de una guerra comercial-, no deja de sorprender que el gobierno socialista opte por impulsar medidas muy costosas para el erario público y seguramente poco eficaces. El incremento impositivo -de casi seis mil millones de euros- exacerba la presión sobre las clases medias, mientras que el potente estímulo presupuestario implica una inyección de esteroides fiscales a corto plazo que supondrá mayores dificultades de ajuste a la larga. Es dudoso que Bruselas acepte este envite, pero tal vez lo haga si pensamos en los múltiples frentes que tiene abiertos la Unión, empezando por el desafío que ha lanzado Italia con sus presupuestos. Más urgente, y seguramente más grave, parece la subida prevista para el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) de un 22% en 2019, con un 15% adicional en 2020. Es más urgente (y más grave), porque sus implicaciones no son estrictamente las que plantea la justicia redistributiva -¿quién puede estar en contra de subir de los salarios más bajos?-, sino las de la propia estructura económica nacional, aquejada por un paro estructural feroz, sobre todo en algunas regiones de España y entre algunos segmentos sociales (jóvenes, parados de larga duración, etc.). Estos grupos necesitan inserción laboral y estabilidad, y por supuesto políticas públicas que les permitan complementar un sueldo demasiado bajo. Dicho de otro modo, incrementar las cargas laborales a las empresas no ayuda a reducir al paro, que es -debería ser- una auténtica prioridad para el Gobierno.

No es la única medida que rema a favor de la opinión pública pero que va en contra de una mayor cohesión social a largo plazo. Indiciar de nuevo las pensiones públicas, por ejemplo, detrae recursos imprescindibles para las familias jóvenes -como combatir la pobreza infantil-, además de deteriorar aún más los delicados equilibrios de la Seguridad Social. O la discutible intervención pública en el mercado del alquiler, que suele tender a reducir la oferta existente en lugar de ampliarla. Por no hablar de la imprescindible liberalización de los colegios profesionales, que permanecen ahí ajenos a cualquier reforma, anclados en estructuras anacrónicas.

Llevamos cerca de cuatro años -tras los duros ajustes exigidos por Bruselas en el epicentro de la crisis de deuda soberana- pensando más en lo inmediato que en el futuro. A veces conviene que sea así. Pero no siempre. No, desde luego, ahora, con el lobo del populismo y del enfriamiento económico acechando sobre Europa.

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