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La derecha frente a la extrema derecha

Uno de los mayores errores que suelen cometer las formaciones políticas moderadas consiste, precisamente, en abandonar sus posiciones de orden y templanza en cuanto asoma por su extremo otro partido que les disputa el espacio ideológico. Ocurre a izquierda y derecha, y no suele ser sencillo combatir los rebrotes radicales del mismo espectro político porque la prudencia suele tener mala prensa y mucho peor cartel popular que el verbo excitado de la radicalidad, eso que ahora se viene en llamar populismo.

El fenómeno no es nuevo. En los años 20 y 30 del pasado siglo XX ocurrió de un modo generalizado y dramático, colapsando a las democracias liberales y provocando el segundo gran episodio bélico de la centuria, toda una carnicería en plena modernidad. No son comparables aquellos momentos históricos con los actuales, desde luego, pero tampoco nos dejan indiferentes episodios de entonces como la simpatía que despertó Benito Mussolini en el monarca italiano de la época, la cesión final de Hindenburg ante Hitler en el 33 o los conchaveos de los algunos tories británicos con Oswald Mosley, fundador de la Unión Fascista, la BUF.

Pisamos un terreno cenagoso, el extremismo que tanto lamentó Manuel Azaña, obligado por los acontecimientos de la historia a sumarse a una izquierda revolucionaria a la que tanto despreciaba para salvar la causa republicana. ¿Otro error? No era fácil en aquellos momentos turbulentos ni lo es ahora, cuando de nuevo ha entrado en descrédito el sistema parlamentario. Lo escribíamos hace unas semanas, al respecto de la emergencia política en toda la Europa del bienestar de movimientos que llamamos neofascistas, aunque en puridad no lo son.

Y en apenas unos días desde aquel artículo, otro acontecimiento político en la misma sintonía radical europea ha irrumpido en nuestro país gracias al eco mediático que ha supuesto el multitudinario mitin de Vox en la plaza de Vista Alegre, el partido radical de derechas que ha sumado ya a sus primeros intelectuales -Sánchez Dragó y Hermann Tertsch- y a sus valencianos de renombre -Arévalo y el Soro.

Por sí sola la presencia de Vox y el regreso de las tonadillas de Manolo Escobar no resultan preocupantes, como tampoco lo es la de Podemos recuperando la estética descamisada, el puño en alto y cantando una ñoñería de protesta como La Estaca de Llach. Ambas formaciones comparten estrategia, aprovechan la circunscripción única de las elecciones europeas para asaltar la política de los telediarios. Pero la democracia soporta eso y mucho más, a veces incluso le sirve para rejuvenecer y ver ante el espejo los peligros que se ciernen sobre el sistema y la necesidad de una verdadera catarsis ética.

Las borrascas se desatan, sin embargo, cuando quienes debieran anteponer las razones de Estado y la necesario autocrítica ­-ante la corrupción y el clientelismo fundamentalmente-, se lanzan a una carrera de tintes neuróticos para contrarrestar sus extremismos asumiendo parte del ideario de los radicales. Lo vimos con David Cameron ante los euroescépticos, con Sarkozy frente a los lepenistas y lo acabamos de ver en Baviera con la derrota de la CSU, cuyo furibundo líder, Horst Seehofer, había venido asumiendo el discurso anti-inmigración más intolerante.

Ahora lo observamos en nuestro país, con el nuevo liderazgo en el PP de Pablo Casado, quien ha dado un fuerte volantazo al moderantismo de Mariano Rajoy. Joven y con poca experiencia de gobernación, Casado entiende que la resurrección del partido conservador español pasa por radicalizarlo y levantar la voz, imitando en esto último al líder centrista de Ciudadanos, Albert Rivera, cada día con más similitudes en su trayectoria con el devenir político de Alejandro Lerroux. Ambos, Casado y Rivera, han decidido disputarse el mismo espacio electoral y no permitir el crecimiento de Vox, todos ellos absorbidos por el pensamiento arcaico de José María Aznar.

Este tipo de maniobras nunca salen bien, pues legitiman el pensamiento extremo, lo convierten en factible. La presencia neonazi en los parlamentos alemanes es frecuente desde hace varias décadas pero apenas pasaron del mero testimonialismo porque los conservadores germanos han persistido en sus convicciones democráticas sin ceder -hasta la fecha- a las ideas xenófobas. La herencia comunista de la antigua RDA, sin embargo, está dando un vuelco a esta circunstancia, que no fue fácil construir tras la guerra, y que solo figuras como Konrad Adenauer o Helmut Köhl hicieron posible, ambos feroces combatientes contra el extremismo.

Cuando la derecha ve de reojo a la extrema derecha y asume aunque sea parte de sus proposiciones para evitar la deserción de sus votantes, comete una torpeza histórica, y no solo porque deja el espacio central a la izquierda moderada, sino porque convierte en razonables ideas que hasta ese momento han resultado vergonzantes incluso para quienes las digieren en privado.

Tampoco es fácil en nuestro país con la herencia del franquismo dando vueltas como anillos de Saturno y los rivales parlamentarios construyendo trampas para elefantes como ha sido el rocambolesco e inconcluso episodio del Valle de los Caídos. Añadamos la crisis catalana al cóctel y tendremos, ciertamente, un combinado capaz de provocar toda una melopea política.

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