Quedé con Carmen no hace mucho, antes de que recibiera la Alta Distinción de la Generalitat (ese día, que hubiera sido el último, llegué tarde: acababa de marcharse). Necesitaba su luz. Ella era así, era un faro. Una guía, un referente, una inspiración. Venía de una sesión de acupuntura, supongo que para aliviar el dolor, pero con la sonrisa colgada de oreja a oreja. Nos dieron las tantas charlando, como siempre, nos quedamos sin comer y, pese a su delicado estado de salud, clavó sus ojos en mis ojos, y no miró una sola vez la hora ni el teléfono. Ni tampoco dejó de sonreír.

Ya conocía a Carmen, por supuesto, como directora del IVAM, como ministra de Cultura... pero coincidimos de forma más estrecha, por motivos profesionales, cuando se lanzó a la aventura -en la que nunca terminó de encajarme, la verdad- del Ayuntamiento de València. Aunque puso allí, como en todas partes, su sello, su color, su luz. Congeniamos. Ambas teníamos muchas cosas en común.

En la vida hay personas que, no sabes por qué, brillan más que el resto. Las ves de día y en la oscuridad. Y Carmen era una de esas personas. Un modelo -atípico, quizá complicado de engastar en el mecanismo, justamente por eso- de política, de representante pública, independiente entre partidos o con los labios y la melena roja entre los escaños repletos de trajes aburridos. Un modelo de escritora. Recuerdo una entrevista en la que, hablando de la madurez de la mujer, de la invisibilidad, exclamó divertida: «Nosotras ya paramos el tráfico. Que lo hagan otras ahora». Era un modelo de feminista, convencida, pionera (El #MeToo lo inventamos hace décadas, dijo una vez), con un feminismo sencillo, claro, directo, incuestionable. Y un modelo de feminidad. Era un modelo de mujer. Era, es, una mujer-faro.

Ayer, cuando se fue, al menos, lucía el sol. El día era brillante y luminoso. Como Carmen.