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La ciudad de Valls

Cuando le preguntaron a Manuel Valls qué diría en la Asamblea Nacional francesa al dejar su escaño para presentarse a la alcaldía de Barcelona, contestó: "Estaré emocionado y hablaré de mi inmenso reconocimiento a la República. Es esta emoción la que querría transmitir: la del reconocimiento. Diré que hay que estar orgulloso de ser francés, orgulloso de ser europeo. Este país es admirado en todas partes. Francia es la elegancia y la cultura".

Su padre, Xavier Valls, es un pintor que triunfó -si puede hablarse así- en París. En comparación con su país, digo. Allí, al menos, fue feliz. Un pintor refinado cuya pintura figurativa estaba, digamos que arrinconada por las nuevas tendencias y el fetiche -en todas las épocas es un fetiche- llamado modernidad. Barcelona dio, en cierto modo, la espalda a Valls para ofrecérselo todo a Tàpies y otros. Y todo quiere decir todo: el ansia de modernidad suele ser excluyente. O sea que Manuel Valls ya conoce lo que es el ninguneo cultural catalán, pese a proceder su familia paterna del catalanismo (su abuelo, Magí Valls, fue el fundador del periódico El Matí en 1929). Y ese ninguneo que ahora enseña la patita desde la descalificación del político franco-catalán es el hijo radical del que conoció su padre. Quiero decir que Manuel Valls ya tiene defensas y anticuerpos frente a eso y no lo amilanará en ningún momento.

Hacer política-ficción o bien es absurdo, o es literatura. Y sin embargo uno piensa, quizá ilusamente, que con Valls de alcalde de Barcelona, la ciudad podría recuperar el alma que ha ido mutando en estas últimas décadas hasta convertirse en una ciudad muy distinta de la que fue. O más que distinta, opuesta a la que fue. Al menos esta es la impresión que da a menudo. No porque antes fuera la panacea y ahora sea un desastre -ni lo uno, ni lo otro- sino porque ha sido más lo perdido que lo ganado. Y así como lo bueno perdido lo construyó Barcelona a pesar del poder político de entonces -el franquismo- lo malo ganado ha sido consecuencia del poder político de estas últimas décadas en Cataluña -el pujolismo y sus derivadas-.

Valls sabe eso. Como sabe que estar orgulloso de tu ciudad y de tu país es algo que nace del reconocimiento de todo aquello que te han dado tu ciudad y tu país. Como Francia que, tratándose de cultura, es generosa y nada pide a cambio. Por tanto sabemos que su manera de mirar y de tratar a Barcelona no sería distinta. La generosidad, el reconocimiento y el orgullo de ser ciudadanos. Son palabras -las suyas en la Asamblea Nacional francesa- que no suelen figurar en los programas políticos a los que se nos tiene acostumbrados. ¿Y qué ciudad no se enorgullecería, por su parte, de tener un alcalde que ha sido antes primer ministro de una nación como Francia, o sea, de un país en cuyo mayor espejo -París- se han mirado tantos y tantos barceloneses?

Ahora pueden tenerla en casa con Valls, pues es sabido -y lo remarcó muy bien Stefan Zweig- "que quien de joven habita París un año, conserva a través de su vida un incomparable recuerdo de felicidad". Y cierta propensión a la felicidad -o a su matiz más realista, la alegría- le hace mucha falta a Barcelona y a toda Cataluña, da la impresión.

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