Estudiando este verano diversos textos filosóficos ¡incluso de la Escuela de Frankfurt!, he intercalado un ensayo de 2011 de Peter Sloterdijk -Das Anthropozän, traducido por Isidoro Reguera- en el cual cita a dos autores muy antropocenólogos: Stanislaw Lem, filósofo polaco, y Buckminster Fuller, arquitecto y pensador contracultural del 68 norteamericano. Skloterdijk trae a colación el concepto del libro de Fuller del planeta Tierra como una nave espacial. El libro de Fuller se titula Manual de operaciones para la nave espacial Tierra, y en él advierte de que la humanidad está en esa nave que cruza el espacio sin salidas de emergencia, y el miedo de los pasajeros es algo que hay que ir viendo cómo se soluciona, pues no hay instrucciones de uso. Nuestros predecesores ni siquiera sabían, hace más de dos millones de años, que estamos a bordo de una nave, y el sistema de la nave está diseñado con grandes dosis de desorientación.

El vehículo cósmico es, además, propenso a las averías, de donde el concepto principal de la humanidad para poder sobrevivir en esa nave es el autodidactismo: «Ni siquiera Jesús con su subida al cielo consiguió aportar nada digno de mención respecto del manual de operaciones de la nave espacial Tierra», reexplica Sloterdijk. Y es que, además, existe un retraso de la sabiduría tradicional respecto a la realidad, un retraso que motiva una exacerbación de la prognosis en el humano, que es lo que le empuja a estar continuamente descubriendo cosas. Sloterdijk pone en relación antropocénica este concepto de nave Tierra, con la fragilidad de la misma y, por ende, con el imperativo energético, un concepto, a su vez, acuñado por el químico alemán Wilhelm Ostwald (Der energetische Imperativ) a principios del siglo XX, es decir, la constatación de la finitud de los recursos de la Tierra, de forma que el imperativo energético llama a la austeridad. Todas estas observaciones han caído en boca de los modernos ecologistas, quienes han vinculado este imperativo a la codicia capitalista y patriarcal, por ser rápidos en la adjetivación.

Sin entrar en el razonamiento más complejo de Sloterdijk, nos interesa la parte en la que él glosa el catastrofismo de los ecologistas como una especie de nerviosismo siempre implícito en la fragilidad de la nave Tierra. Le denomina expresionismo cinético a ese momento finalista, y describe: «El expresionismo cinético le escuchamos hablar cuando el joven Goethe escribe en 1776, en una carta de estilo ´Sturm und Drang´, a Lavater: Ahora estoy completamente embarcado en la ola del mundo, plenamente decidido a descubrir, ganar, pelear, fracasar, o a saltar por los aires con plena carga. Lo escuchamos cuando Nietzsche explica en el Ecce Homo: No soy un ser humano; soy dinamita. Y le vemos actuar en la práctica cuando Phileas Fogg, el héroe de ´La vuelta al mundo en 80 días´, de Julio Verne, en el último tramo de su vuelta al mundo, ante la falta de carbón, comienza a derribar las estructuras adicionales de madera del propio barco para alimentar con ellas las calderas de las máquinas de vapor?».

Este camarote de los hermanos Marx que es la nave Tierra, y que en sí misma acoge a los nerviosos guardianes del imperativo energético, da para mucho, pero sobre todo es bueno situarnos. Y para ello vamos al segundo de los antropocenólogos citados por Sloterdijk. Nos referimos a Stanislaw Lem, que en 1983 escribía, en Eine Minute der Menschheit. Eine Momentaufnahme: «Si se reuniera a la humanidad entera y se la apiñara en un lugar, ocuparía un espacio de 300.000 millones de litros, es decir, un tercio escaso de un kilómetro cúbico. Esto parece mucho. Sin embargo los océanos contienen 1.285 millones de kilómetros cúbicos de agua. Así que si se arrojara al océano a la humanidad entera, esos 5.000 millones de cuerpos humanos, el nivel del mar ni siquiera se elevaría la centésima parte de un milímetro. Con este único remojón, la Tierra se vaciaría de una vez por todas de seres humanos». Sloterdijk hace un nuevo cálculo, esta vez con vacas, estimando que hay unas 1.500 millones sobre la nave Tierra, y probablemente llegaríamos a la elevación del nivel del mar en décimas de milímetro, un, como dice él mismo «ámbito de la cuasi ausencia de peso». Pues, una vez situados, consideremos el nerviosismo a lo Sturm und Drang, o a lo Phileas Fogg, intentando escapar de la catástrofe en la que se ha metido la nave Tierra, y riámonos un poco. Nos referimos a los efectos que, por mor de intereses políticos ad hoc, se quieren arreglar con soluciones que empeoran más la situación, un enorme parecido al desmantelamiento que hace del barco Phileas Fogg, a punto de enviarlo a pique antes de tiempo.

Veamos una última contradicción, metafóricamente una contradictio in adiecto. Se estima que si se busca limpieza en los aparatos productores y transformadores de energía, se hace para proteger a los humanos del mal que la energía hace colateralmente. Pues bien, dentro de ese histerismo a lo Sturm und Drang, está el mudar todas las luminarias y bombillas, de forma que se colocarán las led. Veamos: «Las luces led, que se venden como el gran avance de iluminación ya que consumen mucho menos, son, sin embargo, mucho más dañinas para nuestra salud que las que se usaban antes. Sobre todo, porque se están instalando leds blancas que emiten luz en el rango azul, que es el más perjudicial para nuestro reloj biológico. Esta longitud de onda es la más efectiva para activar las células de la retina responsables de informar a los Núcleos Supra Quiasmáticos de que es de día y frena todas las señales nocturnas del reloj, incluida la producción de melatonina y las señales homeostáticas para el sueño» (Acuña Castroviejo, Sueño y vigilia, 2018).

No vamos a describir todos los males que esto acarrea, sino que vamos a terminar con una imagen de lo que nos está ya pasando: llega la vejez y a la piel le están saliendo arrugas. Solución: hay que poner bótox para que no se note. Y los peluqueros que se dedican a ponernos el botox son los políticos que, actualmente, están gestionando la propaganda energética pro domo sua. Todo muy humano. Demasiado humano.