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¿Con niños o sin niños?

Últimamente se estila abrir cafeterías, hoteles y restaurantes que venden ser «espacios sin niños». Y también hay otros que ofertan lo contrario, ser «espacios con niños». En el primer caso se propone al público en general pasar el rato relajados y tranquilos sin alborotos infantiles, y en el segundo lo que se ofrece es un lugar acondicionado para que los niños puedan estar jugando atendidos por personal especializado, mientras los padres charlan o se entretienen. De los sitios que no admiten niños diré que no me parece natural considerar la tranquilidad algo que excluya la infancia. Para mí entra en el orden de las cosas de la vida. Los bebés unas veces se ríen a carcajadas y otras lloran, los niños pequeños se mueven, juegan y fabulan, es lo suyo. También los adultos tosemos, movemos la silla sin cuidado o hablamos a toda voz sin pensar en si molestamos a los que hay alrededor. Y no encuentro lógico aislar a los miembros más pequeños del grupo humano al que pertenecemos en aras a una tranquilidad que tiene más de evasión que de otra cosa.

Los sitios que sí que admiten niños y se ofrecen a vigilarlos y distraerlos, creo que lo que quieren es captar clientes que buscan despreocuparse por un rato de los chiquillos. Esto en principio se puede comprender, aunque plantea algunos interrogantes: ¿tanto nos saturan nuestros propios niños?, ¿por qué se nos hace tan cuesta arriba darles unas pautas y pedirles que las cumplan?, ¿qué pretendemos que hagan o dejen de hacer los niños en estas situaciones?, ¿les damos alternativas?, ¿por qué no logramos establecer alguna forma de repartirnos la tarea entre los padres, la familia o los amigos para que no se nos acumule el cansancio? Lo que parece claro es que el denominador común es «descansar» de los niños, ya sean propios o ajenos. Así no hay que pedirles que se porten bien, no hay que enseñarles a respetar a las demás personas, no hay que mostrarles cómo tienen que comer, sentarse o comportarse. Y, por supuesto, no hay que reñirles, recordarles las normas, o frenarlos si hiciera falta. Con lo cual, ni los padres ni los hijos tienen ocasión de practicar formas adecuadas de comportamiento, así que algunas veces se siguen dando por parte de la chiquillería formas ruidosas que acentúan la imagen de los niños como seres maleducados o incívicos.

Hace tanto que hemos ido dejando de intervenir en las cuestiones que antes eran de calle, de todos, tribales, que nos parece impensable cambiar eso. Aunque se puede. Educar es algo complejo y requiere de muchas manos, de muchas voces.«Tradicionalmente, donde había niños había redes sociales. Los niños invitan a la vida comunitaria. El sostenimiento de la crianza vuelve necesario el enjambre familiar. Reunirse en torno del cachorro humano garantizaba la continuidad de gestos culturales transmitidos generacionalmente. El encuentro con los otros facilita de por sí la emergencia del juego, el entretenimiento, la diversión, la conversación, el fluir de la palabra y la narración. Es un reto de la vida contemporánea que esos juegos, esos encuentros, sigan sosteniéndose en los intercambios humanos, porque no es sin ellos como los niños pequeños acceden a un psiquismo sano, a la capacidad de vincularse». (Mª Emilia López, psicóloga).

Lo que está ocurriendo ahora, lo más reciente, es que los niños se entretienen a base de móviles y tabletas, quedando sin ocupación las personas que iban a encargarse de su cuidado en los lugares con niños que nombraba más arriba. Y nos encontramos con que tanto en esos lugares, como en muchos otros, las que cuidan son las pantallas. Un cuidado interesado, claro, pero que resulta cómodo para todo el mundo. Y los niños quedan atrapados y seducidos por una tecnología que enseña, distrae, informa, no interrumpe las conversaciones de los adultos, y deja a los pequeños quietos y callados. Eso sí, tomando nota de lo que anuncia la propaganda, absorbiendo todo lo que está de moda, convenga o no, recibiendo casi en exclusiva los mensajes del mundo del placer que refuerzan su momento narcisista y, además, sin cortapisas, críticas, ni censuras por parte de ningún adulto acompañante.

Por eso me ha gustado tanto que Julio, mi profesor de salsa cubana, les propusiera hoy a una pareja de ingleses que vienen a bailar que se trajeran a su nieta de cuatro años a clase en lugar de ausentarse ellos para ocuparse de la niña. «¡No, no falten ustedes! Mejor que venga la niña, que baile y que los vea bailar. Lo pasaremos muy bien», les ha dicho con toda naturalidad. Ellos han puesto cara de extrañeza, pero se han alegrado. Y yo he estado completamente de acuerdo.

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