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Carmen Alborch: una huella indeleble

La sociedad valenciana se ha visto conmocionada por el fallecimiento de Carmen Alborch. Y es una tristeza, un afán por destacar su importancia y su legado, un cariño, genuinos. Auténticos. No es para menos: Carmen Alborch ha sido una persona importantísima en la sociedad valenciana y española. Y ha sido, ante todo, alguien que ha contribuido enormemente a mejorar la sociedad que le rodea, que ya no es la que la rodeaba. Era una persona singular, adelantada a su tiempo. La sociedad que la rodeaba, nuestra sociedad, se modernizó y se humanizó merced a sus iniciativas, su valentía y su carisma.

El machismo tiene muchas formas y manifestaciones. La discriminación, la violencia machista, la asunción de roles machistas y la normalización social de situaciones de predominio continúan bien presentes en nuestra sociedad. Pero, al menos, ahora somos mucho más conscientes de que esto es así que hace veinte o treinta años. Cada vez más, el machismo recibe una sanción social, no aplausos; o un silencio cómplice o temeroso, según los casos.

Las cosas se han movido rápidamente -quizás menos de lo que nos gustaría, pero se mueven. Ya no se habla tanto de algunas cosas (por ejemplo, en los años 90, de cómo iba vestida Carmen Alborch en el Congreso, que parecía ser lo único que interesaba a algunos periodistas y a la gran mayoría de los políticos que la rodeaban, incluyendo a los de su propio partido), y en cambio se habla de cosas que antes permanecían en el silencio. Por ejemplo, de qué clase de sociedad democrática puede convivir con una estructura de poder que busca mantener en el ostracismo a la mitad de la población. Que las mujeres no molesten, o molesten lo menos posible, a los que mandan.

Hace veinte años, nadie había oído hablar de la paridad. Las mujeres en puestos de poder, en la política, la empresa o la sociedad, eran vistas como elementos exóticos, y tratadas como tales. Además, las mujeres que intentaban prosperar en esos ámbitos, sobre todo en los que eran considerados más propios de los hombres (que eran prácticamente siempre, casualmente, donde más poder se concentraba), tenían que adoptar un perfil masculinizado desde el cual luchar por un pequeño espacio en territorio hostil.

Queda mucho por hacer, pero no estaríamos donde estamos (que es, sin ningún género de dudas, un escenario mejor que el que teníamos en los inicios del régimen democrático) de no ser por personas como Carmen Alborch. Con su claridad de ideas y de convicciones, con su talante abierto y afectuoso, con su arrojo y valentía, Alborch abrió espacios sociales y políticos allá donde tuvo ocasión de participar. En la universidad, en el mundo de la cultura, en la política. En el movimiento feminista, del que ha sido estos años uno de sus grandes referentes, desde que comenzó su andadura en el espacio público hasta el último momento, al recibir la Alta Distinción de la Generalitat Valenciana, con un discurso en el que afirmaba una verdad como un templo: «El feminismo ha mejorado la calidad de vida de los ciudadanos». De todos los ciudadanos, no sólo de las mujeres. Por eso, la respuesta social a su fallecimiento, las condolencias y los homenajes, han sido no sólo enormes, sino también transversales. Casi todos la querían, porque ella se hacía querer.

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