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Crispación política, moda de otoño

En un país que conmemora todo -y en Cataluña mucho más porque se abusó del adjetivo histórico hasta desgastarlo- el aniversario de la DUI (Declaración Unilateral de Independencia) en el Parlament ha pasado sin pena ni gloria. Grandes reportajes de reconstrucción de aquellas tensas horas que hubieran podido conducir este año político por otra vía, pero ninguna exaltación. Era de esperar. Si Clara Ponsati declaró que «jugábamos al póquer e íbamos de farol»; si el periodista Jordi Amat publicó La conjura de los irresponsables, que resume en su título las docenas de libros aparecidos; y si tantas pruebas se acumulan para demostrar que nada estaba bien preparado, nadie sale a reivindicar aquel día porque no prestigia pertenecer a aquel batallón de prestidigitadores. Es significativo cómo columnistas secesionistas se autodenominan ahora «independentistas críticos»: críticos con la chapuza, aclaran.

Otra cosa es que esté viva la herida del 1 de octubre, que alimentará durante décadas al independentismo y perseguirá a Mariano Rajoy en los balances de su presidencia. Los políticos reivindican ese día de desafío y de represión como aniversario y tratan de ignorar el 27 de octubre, fecha de esa declaración. Y olvidan deliberadamente el 6 y 7 de septiembre cuando se quebró la legalidad en el Parlament de Cataluña y comenzó el desatino que convirtió los siguientes 30 días en un período dramático. Y no olvidemos que el Gobierno de España perdió la partida mediática en el exterior sin disputar el encuentro, con los embajadores y los agregados de prensa sentados en el banquillo esperando, según la filosofía marianista, que el tiempo todo lo arreglara. Los ciudadanos independentistas saben ya que era mentira que Europa les estuviera esperando, pero cierto es que algunas opiniones públicas y numerosos medios extranjeros, incluido The New York Times, ven ahora con mayor simpatía la causa secesionista. A tener en cuenta.

Coincide este aniversario no celebrado (salvo por Carles Puigdemont y Quim Torra, que aprovechan para proyectar la Crida, su nuevo partido) con un recrudecimiento de la dialéctica agresiva en la política española hasta límites desconocidos hasta ahora. Ni la crispación como estrategia de José María Aznar contra Felipe González alcanzó las descalificaciones de su pupilo Pablo Casado contra Pedro Sánchez. Llamar golpista al presidente del Gobierno porque en la moción de investidura lo apoyaron independentistas es un salto cualitativo que presagia tiempos muy alterados. En el actual PP lo celebran como prueba del liderazgo de su joven presidente, según declaran. Pero no crean que en el Gobierno lo lamentan demasiado. Lo atribuyen a su inquietud creciente porque los sondeos no le van bien. Sin contar los datos del CIS de José Félix Tezanos, que sus colegas demoscópicos cuestionan -más en sus magnitudes que en la tendencia- se reconoce que a Casado le fue bien en julio y agosto pero pinchó en septiembre y octubre. Cuanta más radicalización, mejor para Sánchez y para Albert Rivera, al que se le abre la posibilidad de recentrarse y de ganar el liderazgo del centro derecha. Quizás mejor para algunos políticos, pero nefasto para el país. A la crispación reinante contribuye Joan Tardà, de Esquerra, empeñado en que «Casado, si pudiera, nos fusilaría, a diferencia de Rajoy que nos metería en la carcel, como ya ha hecho».

Hay una tendencia a fabricar tuits en el Congreso en vez de discursos políticos y a buscar la aclamación en la redes radicalizadas más que entre el electorado templado, imprescindible para gobernar. «Es el efecto Rufián», como lo ha definido la analista Lucía Méndez. «Habrá que distinguir entre golpe de Estado y golpe al Estado», ha precisado con inteligencia Fernando Ónega, alarmado por la escalada verbal. La ciudadanía quiere políticos, no tuiteros radicalizados con escaño. La crispación es moda otoñal; y nos tememos que invernal también.

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