No hay nada más amargo que el encuentro de un niño con el hambre. Más de ciento cincuenta millones de menores de cinco años padecen desnutrición crónica en el mundo. Mientras unos debaten sobre la mejor dieta, otros luchan por un montón de trigo. Para los que están obligados a comer solo pan y té todos los días, la comida no es una marca de identidad o de pertenencia a un grupo. En este entorno, los alimentos solo permiten una única posición que es la de vivir. No hay más consideración ética que preservar la propia vida. Ellos no son ni veganos ni vegetarianos; son un deseo omnívoro.

Cuando tenemos el estómago lleno, todo es susceptible de convertirse en signo de identidad y la comida no está fuera de este indicador egocéntrico de nuestra cultura. Pertenecer a uno de estos grupos es caro, de hecho la obesidad es un problema dentro de las clases más bajas en Occidente porque los alimentos de calidad son inaccesibles para las familias con rentas bajas. Imposible imaginar desde el siglo XVIII que el sobrepeso sería, en algún momento de la historia de la humanidad, la marca de un tipo de pobreza.

En los países desarrollados comer se frivoliza, aunque esta trivialidad, envuelta en valores supremos, sea pasajera y silenciosa. Porque no negamos la trascendencia que hay en la compasión y en la justicia que reclama el antiespecismo y en quien adopta una dieta por respeto a la vida, pero necesitamos ahondar. Puede que esta consideración de comer sin precipitar la muerte de nadie sea más imaginaria que real. La vida y la muerte son parte de una misma expresión contenida en cada bocado. La intención de impacto cero de nuestra existencia sobre la naturaleza, por muy elegante que resulte su planteamiento, es más una imagen espectral que una posibilidad.

La consideración más relevante es la que cuestiona las formas de esta explotación. Consumir cereales y granos hoy fomenta la muerte de muchos seres vivos a gran escala porque estos productos, que provienen mayoritariamente de los cultivos masivos, son los que provocan la deforestación y la destrucción del medio donde viven muchos seres. Mantener una dieta libre de carne, pero alimentándonos con los productos del comprado, no salva la vida a nadie. Una guerra autodestructiva, en lo individual, con los plaguicidas, antibióticos, hormonas y grasas y, en el global, con la muerte de la biodiversidad, de la atmósfera y de los océanos. La guerra de la comida es una auténtica crisis física y también moral.

En este conflicto hay quien habla de biocidio en referencia a la agricultura porque es carnívora ya que se come los ecosistemas enteros. Sobradas muestras hay de los efectos de la emisión de CO2 en el ambiente como consecuencia de los procesos de producción: la deforestación, otro fenómeno destructivo del planeta que obliga las especies a desplazarse y muchas veces para finalizar con ellas. Esta dinámica también modifica el cauce de los ríos y los contamina. Una transformación del medio que no solo no es pacífica, sino que no es sostenible. Algunos expertos invitan a la observación comparativa de territorios dedicados a este tipo de agricultura y los destinados la ganadería para registrar dónde encontramos la mayor preservación de la diversidad y parece que el impacto es mucho menor en los territorios destinados a la ganadería.

Donde coinciden la mayoría de los ambientalistas, los defensores de los derechos animales, los de la justicia alimentaria y los del clima y la salud es en que urge reinventar la agricultura a través de técnicas que protejan la diversidad. Para eso necesitamos ganadería extensiva, policultivo de plantas vivaces y consumo de cercanías. Puede que a partir de aquí, resuelto el problema de la producción, el debate sobre qué comer tendrá la posibilidad de crear sentidos más ajustados con la realidad.

En el 2050 parece que seremos cerca de 10.000 millones de habitantes, hoy somos 7.000. Necesitaremos aumentar entre un 50 y un 70 % la producción de alimentos para cubrir las demandas de toda la población porque hoy más de 800 millones pasan hambre. De momento, puede que nuestra militancia en una dieta particular calme nuestra conciencia, incluso es posible que mejore algún aspecto de la salud individual, pero poco más.