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Dolores literarios

El otro día, Javier Marías se quejaba de la literatura, tan abundante, del dolor y los quebrantos, los divorcios y el insomnio, los antidepresivos y el tacto rectal (el punto más bajo de eso que llaman edad madura). Lo veo y en la literatura catalana, que es patidora de mena, mucho más. Contar, cura, según los psicoanalistas, los confesores y los terapeutas, pero sólo contar bien es literatura. La literatura es como esa deidad azteca -«la que come suciedad»- a la que se confesaban los agonizantes.

Ya me pasó con Les quatre vides de l´oncle Antoine (de Xavier Aliaga), un recital de talento y flagelo aplicado a las propias espaldas. Y me volvió a ocurrir con El barri de la plata, evocaciones en las que Julià Guillamón ajusta cuentas con su padre, un valenciano de Toga, Alt Millars, gallardo y calavera, taurino y dipsómano.

Un artista plástico bastante conocido nos ilustró a Ferran Torrent y a un servidor acerca del inconveniente de tener un padre ligón y casquivano. Los niños y los gatos son defensores del vínculo. Les gusta que cada noche lleguen a casa el padre y la madre, a ser posible siempre los mismos, y a una hora predecible. Si sales disipado, el mejor estado civil es la soltería.

Sin embargo, Marta Sanz construyó en Clavícula un relato magistral basado en esas pequeñas y continuadas dolencias que una mujer como dios manda tiene a bien padecer, alimentar y, a menudo, extender con la fuerza de la imaginación en el campo de la hipocondría. La histeria genial no es un castigo, es un don.

Pero creo que nadie ha llegado tan lejos como Sergi Pàmies en L´art de portar gavardina (de las gabardinas les hablo otro día) donde se tacha a sí mismo de gordo cobarde y pusilánime mientras que atribuye a su ex, origen de los percances narrados, una superioridad en estatus, inteligencia y belleza. Caramba, no creo que haya para tanto. Por si te sirve de algo, te leo con frecuencia en La Vanguardia (salvo si te vence la tentación de ser demasiado inteligente) y tus relatos son buenísimos. De nada.

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