En las sociedades liberales percibimos que tener una buena economía es signo de libertad, autonomía y, en definitiva, de poder y felicidad. Por lo tanto, si entendemos como una de las finalidades de la ética la obtención de la felicidad, el silogismo está servido: la máxima ética que subyace será «haz todo lo que puedas para conseguir una buena situación económica porque todo lo demás se dará por añadidura». La fuente de la moral radica, así, en el éxito económico y quien no encuentra ese camino se hunde en la desmoralización y se dirige a una segura exclusión.

Las personas vulnerables, sin recursos materiales ni personales, son las que están más expuestas al rechazo social. Al pobre se le considera, en muchas ocasiones, como alguien que raya la inmoralidad y esto actúa como un elemento destructor de su autoestima. Pero, ¿qué significa tener una buena economía? Podríamos responder que lo contrario de ser precario. Si atendemos al diccionario, precariedad es la carencia o falta de medios o recursos necesarios para algo, y también, la carencia o falta de estabilidad o seguridad. No pasar necesidad y tener estabilidad y seguridad son, por tanto, las condiciones mínimas que se consideran para una vida buena, unas condiciones cuya satisfacción tiene un alto componente subjetivo o psicológico.

En una sociedad como la nuestra, caracterizada por un exceso en la creación de necesidades de consumo, que suelen asociarse con la estabilidad y la seguridad, todos estamos expuestos a la precariedad. La angustia que provoca empuja a muchas personas a aceptar condiciones de trabajo abusivas, lo cual incide en un aumento de su vulnerabilidad. La precariedad no siempre es producto de una mala situación económica, en ocasiones observamos que está causada por una difícil gestión de lo personal, por una falsa percepción de las expectativas vitales, en suma, por un déficit de aquello que José Antonio Marina llama «inteligencia ejecutiva». La precariedad provoca sentimientos de angustia, frustración e impotencia y dificulta la salida del oscuro pozo de la exclusión social.

En la Fundación Novaterra observamos que algunas personas, aparte de sus capacidades físicas y sensoriales, pueden gestionar sus vidas con una relativa autonomía con alguna ayuda. Otras, sin embargo, se autodestruyen hasta el punto de desaparecer de una sociedad que las ignora. Estas últimas constituyen el grupo de olvidados y marginados, personas a quienes resulta difícil acompañar y ayudar para que retomen sus vidas. La solución no está en generar dependientes de la asistencia social ya que la pobreza de estas personas no es una causa sino una consecuencia directa de la precariedad.

Atender a las situaciones personales: afectivas, educativas o emocionales ayudando a mejorar la autoestima, es el primer paso en el acompañamiento de quienes están en riesgo de exclusión. Una tarea, la lucha contra la precariedad, que consideramos esencial de las organizaciones sociales y para la que necesitamos desarrollar una sociedad civil solidaria y fraterna. Una característica que es inherente a la acción de la fundación.