Entre agosto y septiembre de 2015, Angela Merkel consiguió desprenderse la cruz gamada que la crisis griega le había pegado en la frente. Lo hizo abriendo las puertas de Alemania al millón de refugiados que le enviaba Turquía. Curiosamente, por Grecia. Hasta ese momento, Merkel era la lideresa omnipotente de la UE, odiada en muchos países. La juez arbitral de la austeridad y la medida. Un pánzer instalado desde hacía una década en la Cancillería y con combustible para batir todos los récords de permanencia. Por eso cuando su Gobierno afirmó que la economía germana necesitaba dos millones de nuevos trabajadores, nadie dudó que podría asimilar el millón que se le venía encima. Lo lograremos, proclamó. Y, en general, la creímos.
Aquellos días, Merkel cometió al menos dos errores. El primero, hijo de la prepotencia, fue anunciar que la automoción alemana tenía capacidad para emplear a muchos de los recién llegados. No todo el mundo estableció la relación pero, apenas dos días después, EE UU aireó un informe que llevaba meses durmiendo en un cajón. Y estalló el "dieselgate".
El segundo error, de padre mal conocido, fue menospreciar la pulsión fascista. Tal vez algún día algún biógrafo hilvane la génesis de ese cálculo fallido. En la espera, valga aventurar que la infancia y juventud comunista de Merkel la habían aislado de la culpa nazi que, en vías de disipación, pesaba aún sobre los germanos occidentales de su edad. Como quiera, la ola de refugiados dio a la AfD un poderoso norte xenófobo y millones de votos, tensó la relación con los "hermanos" bávaros de la CSU, que la obligaron a cerrar la puerta, y alimentó la carcoma del bastón socialdemócrata en el que lleva apoyada desde 2013. Tres años después de aquel lo lograremos es el neofascismo quien lo ha conseguido: acapara la esperanza de resurrección en toda la UE mientras Merkel culmina su calvario. Redimida por los refugiados y derrotada por la xenofobia.
