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Cumbre empresarial en València

La semana ha dado de sí un importante encuentro empresarial en València de la mano del Instituto de la Empresa Familiar, que ha celebrado en nuestra ciudad su 21 congreso nacional, contando como anfitriona a la Asociación Valenciana de Empresarios. La cumbre ha sido particularmente trascendente al poder contar con la presencia tanto del Jefe del Estado como del Presidente del Gobierno y el líder de la oposición, a lo que debemos añadir una conferencia ampliamente difundida del Presidente de Mercadona, Juan Roig, uno de los empresarios más destacados del país, si no el más, y la intervención de clausura en un elevado tono reivindicativo por parte del presidente actual del Instituto (IEF), Francisco Riberas, consejero delegado de Gestamp, un gran fabricante de acero para la industria del automóvil.

Los empresarios están preocupados y así lo han manifestado. A la deriva independentista catalana, que sortean con imaginación y haciendo oídos sordos al soberanismo panfletario, se unen los datos macroeconómicos que alertan de la desaceleración de la economía española, así como el aumento del gasto público y la presión fiscal que anuncia la alianza presupuestaria de Pedro Sánchez con Podemos, las incertidumbres del Brexit y la emergencia de competidores peligrosos como las zonas industriales del norte de África o la recuperación turística de Turquía, Egipto o Croacia.

Una década después del estallido de las subprime que dieron al traste con Leman Brothers y otros actores de la economía especulativa, cuya onda expansiva desinfló la burbuja inmobiliaria de la que vivimos dichosos los españoles tras la llegada del dinero barato que propició el euro, la economía nacional vuelve a ponerse en luz ámbar. En realidad, a lo largo de estos últimos años el país apenas ha llevado a cabo reformas de calado que puedan garantizar un futuro mejor y sostenido, así que la fuerza motriz que proporcionaron los ajustes laborales, el petróleo barato y el dinero a interés menos cero del Banco Central Europeo se está agotando.

La economía española, con muchas horas trabajadas y baja productividad, ha llevado a cabo su particular congelación salarial y reducción de plantillas. No había otra ante el abismo. Solo así volvimos a ser competitivos y, de paso, se salvaron algunos bancos -en realidad unos pocos salvables para no crear el pánico financiero general y el contagio a la banca alemana-, quitándonos de encima las cajas de ahorro que habían sido pervertidas por la corrupción política.

Pero poco más. El acuerdo de Estado por la educación que debe llevarnos a un país capaz de afrontar los retos de la innovación que están por llegar, ha sido eliminado de la agenda política. Las estrategias de reindustrialización no se ven por ningún lado, mientras Marruecos empieza a amenazarnos por la parte baja y países como los bálticos, Irlanda y Portugal se nos escapan por la zona media. No hay manera tampoco de consensuar una política presupuestaria mínima ni sabemos encauzar la actividad de los fondos extranjeros en un sector inmobiliario que ya ha salido de urgencias.

El país, de hecho, viene de dar bandazos en lo económico, como cuando se hizo desaparecer el Ministerio de Industria o se propulsaron para luego dar marcha atrás las energías renovables por las presiones eléctricas, y lo mismo cabe decir de las estrategias hidráulicas y las inversiones en infraestructuras, siempre sometidas al criterio político que más calienta, el cortoplacista. Los alemanes, en cambio, dejaron fuera de la política europea el sector energético, de tal suerte que ellos se dedican a incentivar su poderosa industria a través de los costes energéticos.

Para nosotros, sin embargo, cualquier colaboración pública con el tejido empresarial parece estar vedada, y los pocos experimentos que han sido posibles, como el de la sanidad privada bajo concierto público, han terminado liquidados y desacreditados ideológicamente. No es de extrañar, pues, la preocupación de los empresarios, que de nuevo han de agazaparse ante la reaparición de discursos populistas que les señalan como culpables de las desigualdades humanas, discursos cuya mística socialitaria no ha propiciado nunca una vía transitable para propiciar la felicidad de las personas.

Hemos llegado a la estación término de una época y ahora hay que coger otro transporte. El que no estudie y se adapte a los nuevos tiempos, al advenimiento de la inteligencia artificial y la robotización, no tardará en desaparecer. Mejorar la productividad solo será posible a través del nuevo mundo digital. Pero al mismo tiempo conviene no olvidarse de la necesidad de dotar al capitalismo y a la democracia reformista de un componente ético y redistributivo como eje fundamental de la paz social.

Contrariamente a lo que discurren algunos, la democracia española es muy saludable, asentada sobre una sociedad abierta y dispuesta al acuerdo. España es más popperiana que rupturista, siempre lo ha sido. Esa es la lección que dejó la salvaje guerra civil y ese es, en definitiva, el espíritu de la transición: diálogo, consenso y acuerdo para las reformas con sentido e interés común que proporcionen estabilidad a medio y largo plazo. En ese marco no hay economía que no despegue, y que lo haga incluso por encima de sus competidores más baratos. Un país estable es una bendición. Un país, además, donde impere la ética y se anime a los empresarios emprendedores, es una garantía para vivir mejor y con futuro.

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