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Matías Vallés

Cospedal confió en su esposo

El resumen de lo grabado es que María Dolores de Cospedal no se equivocó al fichar a su comisario de confianza, sino al elegir a su esposo. Con Ignacio López del Hierro a su lado, es extraño que la ministra y secretaria general de Mariano Rajoy no haya sucumbido antes a los escándalos de corrupción que definen al PP. El ramillete de películas recientes sobre la abnegada lady Clementine Churchill, o la figura de Felipe de Edimburgo en la serie The crown, quedan desmentidas ante la silueta de un metomentodo que arruinaría la carrera de Francisco Asís hacia la santidad.

Por fortuna, la política se caracteriza por la reversibilidad. El desafortunado personaje, Del Hierro y no José Manuel Villarejo, ofrece literalmente una válvula de escape a la atribulada diputada del PP. Si las revelaciones ante los micrófonos de la dicharachera ministra de Rajoy se complican, siempre puede recurrir a la defensa infalible que utilizó en un trance similar la ahora rehabilitada infanta Cristina de Borbón. A saber, la obediencia ciega que impone el vínculo conyugal.

En aquel aciago 2009, los Cospedal estaban recién casados, un ceremonial que suscita una confianza ciega ahora maltrecha. Hasta el feroz Tribunal Supremo se doblegó ante esta debilidad contagiada conyugalmente a la infanta, cuanto más en una representante pública que cuenta con el crédito adicional de abogada del Estado. A cambio, la obediencia debida al esposo debe desplegarse con cierta moderación ante la opinión pública. El catedrático de Penal que velaba por la hermana del rey puso un énfasis tan excesivo en la sacralización del matrimonio que bordeó la farsa, por lo cual desapareció desde entonces del elenco de una docena de defensores que velaban por la inocencia de Cristina de Borbón.

En la vertiente positiva de este vodevil felizmente registrado hasta el último suspiro, nadie acusará a Cospedal de la parálisis que se abatió sobre Florentino Pérez tras la súbita deserción de Cristiano Ronaldo, a quien el Madrid ha sido incapaz de suplir. La secretaria general de los populares desembarazó al partido de Luis Bárcenas cobrando, pero a continuación cubrió la indispensable cuota de trabajos sucios del tesorero con la contratación de Villarejo. Y tampoco le tembló el pulso al ordenar un espionaje para determinar la vulnerabilidad en abstracto de su predecesor Javier Arenas, el mejor y casi único amigo del presidente del PP. Esta duplicidad constituye otra prueba de la ejemplaridad del partido de Rajoy, tantas veces glosada a buen precio por sus extintos hagiógrafos.

Nadie dijo que la regeneración del PP tuviera que responder a los criterios de la moral. No cabe, pues, reprochar a Cospedal que contratara a Villarejo, sino recriminarle que se convirtiera en una marioneta del comisario encarcelado. Aunque la versión difundida de las conversaciones ha sido editada por el círculo del policía, sorprende que el atrabiliario personaje maneje a los títeres enamorados sin apenas esfuerzo, a menudo se siente obligado a moderar sus ansias persecutorias. Son juguetes rotos en manos del ingeniero de sonido, la ministra feroz aparece desdentada en las grabaciones. Escucharla tranquilizando sobre la preservación de la intimidad a quien le está grabando, obliga a considerar temerario que se le encomendaran las riendas del PP. Así ha acabado dicho partido.

Entre Dolores cautivadas por el mefistofélico comisario, Cospedal descendió flamígera sobre Delgado para afearle sus charlas de sobremesa con Villarejo, celebradas años antes de soñar con el Ministerio de Justicia. Esta intolerancia de los pecados propios cuando se advierten en el ojo ajeno, ha sido otra virtud muy prodigada en la era de Rajoy. Hasta que se pronuncien los psicólogos, en esta disparidad no pueden descartarse de plano los efectos secundarios de una interpretación repetida y animosa del himno de la Legión, a falta de saber si la audición en bucle del himno de Marta Sánchez también cursa con secuelas.

Cospedal se aferra todavía hoy a sus cargos públicos, inscribiendo su comportamiento en la normalidad. Los memorables Gobiernos de José María Aznar ya han conducido a tres ministros simultáneamente a la prisión, uno de ellos desde la vicepresidencia. Al margen de las calificaciones morales o penales, con el sucesor aznarista vuelve a patentizarse que los dirigentes del PP se consideran a la vez intachables e intocables, convencidos de que comportamientos idénticos merecen retribuciones dispares según correspondan al partido infalible o al resto de siglas en competición. Una vez exteriorizada esta tendencia en la ministra de Defensa de Rajoy, tampoco su patrocinado Pablo Casado ofrece el perfil académico más recomendable para investigar las sospechas en la tesis doctoral de Pedro Sánchez.

El día sin Franco

Los regímenes dictatoriales exigen una presencia universal del líder providencial. De ahí la ubicuidad de las efigies del padrecito Stalin, o la obligatoriedad de que los hogares norcoreanos muestren en lugar destacado los retratos de los tres miembros sucesivos de la dinastía Kim. La pena por incumplir estos preceptos tiránicos dista de ser simbólica. Suena ridículo efectuar tales evocaciones en un país que tuvo a su Franco, inmerso en la realidad cotidiana. Y que sigue teniéndolo, por lo menos desde el punto de vista imagológico. Cuarenta años después de los cuarenta infames, no pasa un día sin su novedad del franquismo. Del Generalitísimo se aprovecha hasta el cadáver.

Para combatir la saturación, convendría proclamar el Día sin Franco, en el que los franquistas no podrán reivindicar a su héroe de bolsillo. Y sobre todo, en el que los antifranquistas no podrán insistir contra toda evidencia en que el dictador sigue vivo. La abstinencia será dura para los fabricantes de actualidad, pero sobre todo para los obispos y cardenales, que le prestan mayor atención al homicida que a uno de sus santos. Salvo que nos hayamos descontado, y que el beato Franco recibiera la canonización.

Lo malo no es que Franco fuera un dictador, sino que sigue siéndolo. El pintarrajeador reciente de la tumba del pequeño dictador no debe ser felicitado por sus dotes artísticas o por sus pretensiones ideológicas, sino por haber seleccionado con precisión el enclave donde obtendría una mayor difusión. Al rubricar su paloma roja con el texto «por la libertad», no remitía a un objetivo genérico, sino que apelaba a la liberación del monigote que lleva cuarenta años bajo tierra. De ahí la urgencia del Día sin Franco, porque una jornada de democracia integral y obligatoria al año no perjudicará la convivencia. Y sí, he puesto el nombre del general golpista en el titular porque garantiza un plus de lectores.

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