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El déficit es un mal bicho

La utilidad aplastadora del zapato se ejerce más con él en la mano que en el pie. Un zapato en la mano deviene en un arma capaz de infligir un daño simbólico real, valga la paradoja.

Hay quien para aplastar una cucaracha se quita el zapato y hay quien la aplasta con el zapato puesto. En todo caso, el zapato viene sirviendo, además de para proteger el pie, para reducir a mero grumo de materia orgánica a insectos imaginarios o reales. Quienes tenemos cierta edad recordamos a Nikita Kruschev aplastando con su calzado a la cucaracha del imperialismo yanki ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1960. Nos viene a la memoria asimismo el zapato que un periodista iraquí arrojó a George W. Bush en 2008 otorgándole de este modo el tratamiento de un reptil. El zapato, en fin, fabrica metáforas con la facilidad con la que un rapero construye rimas. Todo lo que toca lo convierte en figura retórica, todo menos el duro suelo, que sigue siendo suelo después de ser pisoteado por él.

Ahora, en Estrasburgo, hemos visto al eurodiputado italiano Angelo Ciocca aplastando también con su zapato los papeles de Pierre Moscovici.

-Como me quite el zapato€-amenazaban las madres de otra época a sus hijos, que salían corriendo cual sabandijas asustadas.

Por lo que vamos viendo, la utilidad aplastadora del zapato se ejerce más con él en la mano que en el pie. Un zapato en la mano deviene en un arma capaz de infligir un daño simbólico real, valga la paradoja. Al pisar los papeles del comisario de Asuntos Económicos, Ciocca los reducía a despreciables alimañas. Si los hubiera roto, el alcance de la noticia habría sido diferente. Lo increíble es que el zapato ignore esta capacidad suya para resignificar aquello a lo que agrede.

En algunas culturas es obligatorio descalzarse antes de entrar en las casas. Así, los zapatos de la familia y de los visitantes permanecen a la entrada extrañamente alineados, como un ejército en estado de alerta. Cuando me he visto en una de tales circunstancias, mientras tomaba el té con mis anfitriones árabes, imaginaba a ese ejército inspeccionando las esquinas del recibidor de la vivienda en busca de cucarachas a las que desarticular con un certero pisotón. De ahí que al abandonar el hogar al que había sido invitado, antes de calzarme, inspeccionara la suela de mis mocasines en busca de los restos del bicho. En el caso italiano, el bicho era el déficit, que continúa vivo y coleando.

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