Mercado Central de València. Doce de la mañana. Lunes. Poca gente. Pocas cámaras colgadas al cuello, ni gente con mochila a modo de embarazo. Llevo una bolsa, ergo acabo de comprar en un puesto y no hago fotos. Da igual, cuando acerco la mano a un cestillo que ofrece minúsculos trozos de chocolate en degustación, el berrido me congela el gesto. «¡Chocolate from here! ¡Five euros!». Me giro, sorprendida por la interpelación en inglés y le dirijo un: «¿Perdón?». Insiste, con el mismo idioma y acento, muy poco sospechoso de proceder de una habitante de la City: «Five euros». Y entonces, repara: «¡Uy, perdón, es que no te he escuchado hablar. No sabía que eras de aquí... Es que la mayoría de los que vienen aquí ahora son turistas». Es solo una anécdota nimia, pero encierra toda una realidad: hace tiempo que el prototipo de cliente del Mercado Central ya no es el vecino del barrio (¡¿qué es eso?!) o el cocinillas en busca de materia prima exótica. No es de extrañar que quieran poner límites... El recinto ha ganado en vistosidad, pero la proximidad se nos ha ido al garete.