Con la comida en la boca, sin tiempo para tomar mi café necesario para eliminar la pereza, repaso mi lista de tareas del día mientras me dirijo al colegio de mi hija para hablar con su tutor. Este año el tutor de mi primogénita es Bernardo, el mismo profesor del año pasado. Cordial, amable y buen orador, tras el análisis inicial del trabajo de mi hija, sus despistes y sus logros, nuestras conversaciones derivan en largas charlas sobre la educación que terminan repentinamente por la obligación del reloj. Llego dos minutos tarde y compruebo que él tampoco está. Un minuto después, Bernardo aparece preocupado con el espacio del centro. Ya no caben más alumnos en las aulas, la biblioteca es utilizada en muchas ocasiones para dar clase dejando de cumplir su función principal. Poco podemos hacer.

Pronto volvemos al asunto que nos atañe y, tras repasar el día a día en el aula, me comenta la lectura elegida este año: Momo, de Michael Ende. Pronto vienen a mi cabeza grandes y felices recuerdos. La historia de esa niña desaliñada, ayudada por su tortuga para luchar con los hombres de gris, fue una de mis lecturas favoritas de la niñez. Antes de que empiece a transmitirle mi complacencia por la idea, me comenta su asombro por el miedo que tenían sus alumnos a Momo. Y es que Momo, para Google, ya no es aquella niña de pelo ensortijado, la única capaz de ver las verdaderas intenciones de la gente de traje gris. La búsqueda de Momo en Google nos trae un juego de retos para adolescentes que en verdad es un chantaje para conseguir información de las víctimas. Con unos ojos horriblemente saltones y una boca en forma de pico, Momo, el juego viral, acapara los primeros puestos de Google desbancando a una novela de literatura infantil que ha durado años, que ha generado una película y que no debería morir. Nos lamentamos e intentamos ir a la raíz del problema, san Google, la fuente de información en la que creen nuestros jóvenes, y no tan jóvenes. Con su algoritmo basado en PageRank (algo parecido a la popularidad) desbancó a todos los demás buscadores. A este gigante, que conoce nuestras vidas, se le ha conferido el poder del que todo lo sabe: si necesito reparar las persianas se lo pregunto a san Google, que sabiamente me envía al sitio con mejor promedio «valoración de los usuarios-cercanía». Un trabajo sobre el homo sapiens es tan sencillo como realizar un copia y pega de tres de los primeros 245.000 resultados que ofrece.

Y así, poco a poco, con la facilidad de su uso, se ha convertido en nuestro referente. Y, por tanto, en nuestro dictador. Tal como está creado el algoritmo, por mucho que tengas un conocido que ha dedicado su vida a la mitología griega o a los orígenes de la música rap, si no tienes detrás el poder de publicación de los influencers o youtubers, de los medios de comunicación con sus cuentas que publican en las redes sociales y mueven las noticias, no serás nadie, porque Google no te va a dejar sitio. Todo nuestro patrimonio cultural recopilado durante siglos por distintos autores que no hayan sido populares durante un tiempo quedará debajo de la pila de información que día a día generamos.

Pero nada podemos hacer. San Google y su algoritmo dominan con fuerza nuestras vidas. Nuestros jóvenes solo verán por sus resultados, se moverán a través de sus influencers y considerarán importante lo que san Google piense que es importante. Bernardo muestra signos de derrota ante su lucha para que sus alumnos vean el peligro del algoritmo o pensamiento único. Suspiramos y terminamos la tutoría con un sentimiento de tristeza. Me dirijo a mi siguiente tarea de la lista antes de que cierre la tienda. Hoy preguntaré a alguien durante el camino por la librería más cercana, no quiero usar Google Maps.