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La otra mitad

No me gustaría ser el uno de la mitad más uno. Todo el peso de la responsabilidad de la decisión de una exigua mayoría recae sobre un simple y solitario uno. No es justo. Vivimos tiempos en que la sociedad se encuentra fragmentada en dos mitades, de forma que para seguir el juego democrático una mitad ha de imponerse sobre la otra mitad, por un insignificante margen. Es en ese punto donde la democracia deja al descubierto sus debilidades. Ejemplos nos sobran. Podría decirse que Trump ha sido elegido por la mitad -ni siquiera llegó a alcanzarla- contra la otra mitad. El referéndum del Brexit muestra cómo la mitad -entonces- de los británicos ha impuesto su voluntad a la otra mitad -que hoy quizá ya sería mayoría-; los independentistas catalanes -cuya mayoría está por demostrar- someten, como poco, a la mitad de los catalanes; la exigua mayoría enhebrada por el presidente Sánchez intenta imponer su proyecto a la mitad de los españoles. El fenómeno se hace aún más sangrante cuando se produce en un país guerracivilista como el nuestro, de facciones extremas e irreconciliables, en el que los ejecutivos -ya sean alcaldes o presidentes- acostumbran a gobernar para los suyos y no para el conjunto. El conflicto se expone de manera cristalina en la ejemplar serie de HBO "John Adams", la apasionante historia de la revolución de las 13 colonias norteamericanas a través del que llegaría a ser el segundo presidente de los Estados Unidos y uno de los más influyentes padres de la patria, La gran obsesión de Adams, durante el congreso de Filadelfia que elabora la trascendental declaración de independencia, es la unanimidad. No se puede construir un país nuevo, sostiene, imponiendo la voluntad de unos estados a otros; resulta imprescindible lograr un mínimo común denominar en el que estar de acuerdo y sobre el que empezar a construir. Claro que la unanimidad acarrea sacrificios. Faltaría más. Para alcanzar acuerdos hay que negociar, ofrecer con-cesiones (con guion se entiende mejor), asumir principios ajenos, alcanzar consensos, aparcar asuntos espinosos (en Filadelfia, se aparcó nada menos que la esclavitud), incluso cambiar un no radical por una condescendiente abstención (como pasó con Nueva York).

Que nadie malinterprete la elegía del consenso con una defensa de la mayoría a la búlgara, propia de dictaduras, como los referéndums de franco con el 90 por ciento de sí, mi caudillo. Las mayorías tienen mala prensa, pero no son malas cuando se construyen con generosidad. Se pudo ver en nuestra transición, donde los políticos fueron capaces de alcanzar una muy amplia mayoría para dotar a este país de una constitución democrática. Claro que hubo dolorosos sacrificios: un régimen autonómico (café para todos) para no disgustar a nadie o el aplazamiento de la cuestión republicana (¿hasta ahora?). Habrá quien piense que hubiera sido mejor no dar un paso sin dejar aquellas cuestiones definitivamente resultas. Creo firmemente que se equivoca. Hoy, cuarenta años después, seguiríamos, en el mejor de los casos, atascados. La dictadura de la mitad más uno no solo florece en la política. Está presente en todos los ámbitos de la vida, desde las reuniones de vecinos hasta los grandes debates universales de lo que ya se ha dado en llamar el mundo del post #MeToo. No hay manera más eficaz de dividir la humanidad en dos que partirla por géneros. Para contribuir a la discusión, la prestigiosa web informativa Quartz ha organizado un especial bajo el título "The other half" (La otra mitad), con el combativo título -ya cargado de confrontación- "How We´ll Win" (Cómo ganaremos). ¿Siempre tiene que haber vencedores y vencidos? La intransigencia, mantenerse firme, se considera hoy un valor y la con-cesión un detestable defecto, una muestra de debilidad. Vivimos en la sociedad del sí o sí, del estás conmigo o contra mí. Deberíamos rebajar la acritud del conflicto permanente, y conceder que entre tanto sí o sí se puede dejar espacio para algún no, y que se puede no estar contigo sin estar contra ti.

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