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Una década después

El día en que Barack Obama ganó las presidenciales americanas -hace ahora justo una década-, su rival John McCain pronunció uno de los discursos políticos más memorables en la historia reciente de los Estados Unidos. La controvertida presidencia de George W. Bush llegaba a su fin, dejando tras de sí un mundo inestable. La violenta crisis económica anunciada por el estallido de las subprime había ensombrecido por completo el legado del presidente tejano. La economía global se derrumbaba a una velocidad inesperada, incluso para los más pesimistas de los augures. La historia se construye sobre eventos insospechados, como el cáncer del resentimiento que aflige a nuestras sociedades hoy en día, imprevisible hace quince o veinte años, cuando todavía se celebraba el triunfo moral de la democracia sobre el comunismo. También en 2008 sorprendió la pasmosa fragilidad de la economía, que recordaba a un gigante con pies de barro. Las implicaciones sociales del crack financiero se fueron haciendo evidentes a medida que pasaban los años y algunas fracturas se ensanchaban. Pero entonces, el día en que triunfó Obama, todavía no se sabía. No del todo, quiero decir. "Los americanos no nos escondemos de la Historia: la hacemos", declaró aquella noche John McCain, reconociendo la victoria del candidato demócrata. Obama no se escondió; aunque, por supuesto, muy pronto descubrió el gradualismo del poder, los límites que impone. En los siguientes ocho años decepcionaría a muchos, pero logró imponer un estilo y un modo de gobernar inequívocamente suyo. Para algunos pecó de falta de ambición; para otros, llegó demasiado lejos al interesarse por las políticas de identidad y de corrección política más que por los problemas concretos del ciudadano medio.

Diez años más tarde, los frutos nos permiten conocer el valor de los líderes globales. Gordon Brown, por ejemplo, como premier británico, evitó la ruptura de Europa cuando, hace también una década, se puso al frente de la respuesta de la Unión a la crisis de 2008. Y, más tarde, fue él sobre todo quien logró dar la vuelta al referéndum escocés, convocado por el irresponsable David Cameron. La herencia de Obama, sin embargo, resulta más compleja de analizar. Condujo su país a una recuperación económica de la que salieron más favorecidas las elites que los obreros. Impulsó una especie de sanidad pública que encareció el seguro privado de salud de millones de americanos. Amparó determinados derechos de género -comunes en Europa-, frente a la opinión de buena parte de la sociedad americana. Si fue el presidente norteamericano más culto y elegante del último medio siglo, le sucedió su antítesis casi perfecta: un multimillonario de tintes oportunistas que descree de los rígidos corsés que impone la corrección política. Y del que Obama, por cierto, se había mofado en público.

Si por sus frutos los conocemos, a una década de sofisticación política le ha seguido una sobredosis de propuestas populistas de uno u otro signo. Es el caso reciente de Brasil que, tras varias décadas de gobiernos izquierdistas más o menos cercanos a Lula, ahora ve ganar democráticamente unas presidenciales a un político autoritario de derechas. O lo que ocurre en Hungría, en Polonia, en Grecia, en Italia, en Francia, en Holanda y así un largo etcétera. El resurgir de los populismos nos alerta de que hay cosas que se hicieron mal y pedagogías políticas que se olvidaron. Como todas las artes, el buen gobierno necesita cuidarse con mimo.

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