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Ridículo supremo

El poder judicial ha estado en el candelero en España durante muchos años; en buena medida, porque la judicialización de la vida pública ha obligado a los jueces a dirimir problemas que, al menos en parte, requerían una solución política. Y la acción judicial es lenta, sigue su propia lógica (a menudo, incomprensible para la opinión pública) y en ocasiones resulta, paradójicamente teniendo en cuenta que hablamos de justicia, injusta.

El problema es muchas veces político porque son los jueces los que acaban juzgando asuntos de corrupción, o de mala praxis política, o problemas políticos enquistados por la inacción durante años, sin que los políticos se molesten en asumir ninguna responsabilidad por sus actos: responsabilidad política, que no es decir «las urnas me absolverán», o poner cara de arrepentimiento, lo siento mucho, no volverá a ocurrir, y que luego no pase nada de nada. En política, asumir responsabilidades, ante determinado tipo de asuntos, consiste en dimitir; en otros, afrontar los problemas e intentar solucionarlos, aunque ello tenga un coste.

En cambio, en España la clase política sólo se ha preocupado por fiscalizar públicamente y exigir responsabilidades ante la corrupción de los otros, nunca con la propia. Sólo en los últimos años esto está cambiando, por la presión de la opinión pública y la competencia con los nuevos partidos; pero previamente hemos vivido estancamientos en la esfera pública que han durado décadas, con políticos mareando la perdiz y haciéndose los locos año tras año, ignorando la realidad circundante como si no fuera con ellos, o como si la única forma de determinar la responsabilidad de determinados actos tuviera que derivar de una sentencia judicial.

Al final, una sentencia judicial ha provocado la caída de un Gobierno, el de Mariano Rajoy; pero también un procedimiento judicial, la instrucción del juicio a los independentistas catalanes, iniciado merced a la dejación de funciones, durante años, del propio Gobierno Rajoy, está provocando gravísimos problemas de cohesión y de degeneración de las instituciones democráticas españolas. Porque tal vez la solución a los planes independentistas en Cataluña fuese negociar con sus líderes una mejora del autogobierno; o suspender la autonomía y recentralizar competencias; o incluso ambas cosas a la vez. Pero no hacer nada enquistó la situación hasta que en ella entró el poder judicial (un poder judicial claramente motivado para aplicar penas absolutamente desproporcionadas), con la sucesión de excesos y ridículos que nos ha llevado a la situación actual.

¿Y qué decir de los notorios vaivenes del Tribunal Supremo al respecto del pago de las hipotecas bancarias? También aquí se trata de una cuestión que pudo regularse fácilmente por parte del poder político, y si no se hizo fue por no molestar a la banca (a la que hay que ayudar si van bien las cosas, y aún más si van mal las cosas; ¡a la banca hay que ayudarle siempre!). El Supremo dictó una sentencia de hondo calado (que la banca, y no el cliente, tuviera que pagar el impuesto de las hipotecas); y el propio Supremo, de manera tan sorprendente como insólita e impresentable, se apresuró a reabrir el asunto para cambiar de nuevo su criterio, por ajustada mayoría.

En el camino, se dejó buena parte de la credibilidad que aún atesoraba la institución. Imposible no imaginarnos a algún presidente de entidad bancaria, o a varios, llamando al orden al presidente del Supremo para que arreglase lo suyo. Ahora, el Gobierno español, siempre populísticamente dispuesto a lanzarse sobre todo lo que pueda beneficiarle electoralmente (y casi siempre, necesidades del guion, por decreto), ha cambiado la ley para dejar sin efecto la decisión del Supremo, que a su vez enmendaba la decisión previa del Supremo. Ni siquiera es cuestión de decidir si en esto tiene razón la banca o los clientes; es cuestión de aplicar injustamente, torticeramente, la ley. Y así nos va. La conclusión de todo esto es clara: mejor no cruzarse en el camino del Tribunal Supremo, sea usted culpable o inocente.

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