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El grito del sordo

La primera noción de la angustia de la sordera me retrotrae a un verano de los años 60 en Fayacaba, en las faldas de Peñamayor. Entonces era un lugar remoto -sin luz, ni teléfono, ni agua- y hoy leo en Google que hasta dispone de conexión wi-fi. De camino al pequeño pueblo de Melendreros, donde comprábamos el pan, tropezábamos cada día con una mujer hosca y solitaria, que nos evitaba, nos lanzaba miradas de felino, daba miedo por su aspecto demente. De su boca emergían sobrecogedores sonidos guturales cuando discutía violentamente con el hombre con el que vivía, Antón. No tenía nombre o nunca lo supe; era la muda de Antón.

Hoy comprendo el tormento que se reflejaba en la cara de aquella mujer. Su aflicción no era tanto por no poder hablar, sino por la sordera que la obligaba a vivir en un mundo interior, aislado, silencioso y, muy probablemente, castigado por esa tortura atronadora que son los acúfenos. Los mismos estruendos que condujeron a la locura a Beethoven, a Goya y, casi con seguridad, a la muda de Melendreros,

Fue solo el primer contacto con la sordera. Luego sería la probable leyenda urbana de un maestro muy bestia que había roto el tímpano a un chaval. Y, más tarde, se convertiría en una constante en la vida: mi abuela, mi madre, y, ahora, yo mismo. Conocí los audífonos casi a la vez que las gafas, desde que salieron al mercado, conectados a enormes petacas que colgaban sobre el pecho, y sustituyeron a la trompetilla que usaba José Isbert en Bienvenido míster Marshall.

El interés por la sordera me lleva a ver con escepticismo las grandes expectativas depositadas en la voz para el futuro digital. Miguel Ormaetxea, toda una referencia en estos ámbitos, hablaba la semana pasada de la llegada a España de los asistentes de voz Alexa -en Estados Unidos ya se utilizan en 47 millones de hogares- y de cómo los principales periódicos españoles se están planteando difundir sus contenidos a través de esos altavoces inteligentes. Unido al boom de los podcast, nos lleva a un periodismo cada día más pensado para ser oído.

Son muy buenas noticias para los ciegos, pero muy malas para los sordos. Habrá que esperar, porque siempre nos toca ir por detrás. No obstante, hay que reconocer mejoras. Por ejemplo, el uso masivo de auriculares y su continua mejora ha permitido que los audífonos se beneficien de su desarrollo cada vez más sofisticado: ya están en el mercado los que, utilizando bluethooth, conectan directamente el oído con el aparato emisor, ya sea la televisión o el equipo de música.

La muda de Fayacaba hoy no solo ya habría aprendido a leer y escribir, sino que, además, vería series con subtítulos gracias al wifi y se comunicaría por mensajes escritos de Whatsapp. Aunque igual tenemos que esperar otros cincuenta años clamando por una aplicación en el móvil que vaya reproduciendo en texto las palabras que se pronuncian en una conferencia o en una reunión, o lo que alguien dice al otro lado del teléfono. Los sordos somos escépticos por naturaleza. Cuando vemos "El grito", de Munch, no lo oímos, tenemos la sensación de que es grito mudo, de que por más que la figura abra la boca y utilice las manos como altavoz, nadie oirá su grito.

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