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Los del opio os maldicen

La pasión por el fútbol que le debo a mi padre me arrastró durante la primera juventud a tener que justificarme ante el resto de la panda que no la compartía. Qué culpa tenía si el hombre tampoco contó con opción de elegir ni siquiera aficiones y ésta me la metió en vena. El caso es que llegó un momento en que me veía señalado por no poner resistencia al endemoniado «opio del pueblo». No era el único. Formábamos legión los que escondíamos el diario deportivo dentro de la publicación concienzuda. Pasamos páginas como pudimos hasta que Camus, Nabokov, Chillida, Sartre y sobre todo Galeano salieron al rescate antes de que Bolaño, Marías y el resto de una numerosa escuadra proclamara a los cuatro vientos el magnetismo de un juego con el que no hay quien pueda, incluída la mayoría de sus dirigentes que parecen salidos de la misma escuela, todo menos puntera.

Hará veinticinco años, una vez liberado de tanta puñetería, me fui con los dos críos mayores a ver al equipo al Salto del Caballo. Dado que no habían pisado Toledo, el programa tenía un punto que es el único que nos llevamos porque, como era habitual, palmamos. Pero, previamente, descubrieron la judería, un convento franciscano, la catedral y se quedaron con la boca abierta ante «El entierro del Conde de Orgaz» antes de dar rienda suelta a los molares y no perdonar ni el postre en la prórroga ya. Nada más salir contra reloj camino de la contienda, caímos en medio de una trampa vandálica con elementos de ambas hinchadas lanzándose botellas, palos y piedras de una acera a otra. Comparado con aquéllo, la visión del Greco que le quedó grabada a los chavales fue hasta dulce y, sí, esa sería la última vez que nos acercaríamos juntos a un estadio.

Da la impresión de que no se va a acabar nunca esta condena. A Pasolini, que le iba la marcha, decía que mientras el fútbol de su país es más bien prosaico, el de otros pueblos es en esencia poético. Con tanto bárbaro suelto cualquiera se atreve a decir que es poesía pura. Fíjense ni siquiera yo.

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