No hará falta llamar a la Guardia Civil o, en su defecto menos castizo, al CNI, para constatar lo inapelable: la dulzura existencial del otrora vigoroso ámbito valencianista de Compromís. Las razones identitarias, que nucleaban su ideario, pilotaban su acción política y fundaban su singularidad, aparecen hoy de forma intermitente, diluidas en torno a propósitos sociales de muy vasta envergadura y condición. Si derribáramos graciosamente las dos enormes columnas palladianas que todavía nutren ese espacio, cimentadas por los credos de Vicent Marzá y los gestos de Enric Morera (en lo alto habría que colocar también a Rafael Climent, aunque poca patria se puede extraer de los números), se diría que aquél aliento que formó y conformó la raíz reivindicativa de esa fuerza política ha olvidado por el camino del gobierno su inflamada convicción. Al igual que esos instrumentos que apenas se perciben en la orquesta, que escoltan al solista pero que son indescifrables, el espíritu valencianista de Compromís resulta en la actualidad un murmullo. Está presente, sí, pero hay que rebuscar en sus entrañas y diseccionar conductas, emociones y políticas para hallarlo en su afligida robustez. Un observador bastante impuntual del avatar político confirmaría de inmediato esa transfiguración, más cerca hoy de la corriente transversal de un PSPV (que es como un constante coitus interruptus), que de las ideas que originaron su constitución, envueltas en el paño de la identidad cultural y de la hegemonía identitaria.

Compromís conserva la geografía gestual, el flotante testimonio de su ADN, pero bajo el marco de ese desmayo pálido con que se contemplan los ritos persistentes e idénticos, los cultos ceremoniales. Si se tratara tan sólo de exhibir la epidermis o de revelar aspectos ufanos vinculados al talante, es obvio que otras organizaciones políticas de la izquierda ya abastecen al electorado con el mismo producto. Pero esa es una manufactura que atañe a la cosmética, no a la esencia política. Y sabemos que no es eso. O que no es ése el germen de Compromís ni, ¡ay!, era su destino final. ¿O habría que decir el del Bloc, su fuerza mayoritaria, para ser más precisos? Porque tal vez esa distinción (la de Compromís/Bloc y la subsiguiente encrucijada de supremacías) nos conduciría a la resolución del dilema, o al menos revelaría en parte esa especie de anemia con que se aprovisionan, desde el Gobierno, las fuentes fundamentales que edificaron hace unos años su compromiso político. Sin descartar, claro, la sustancial: su mimésis electoral con la revolución callejera del 15M, que provocó su basculamiento hacia otro orden de prioridades programáticas. Más acento en los aspectos sociales, menos en el pulso de la construcción de un imaginario valencianista en este pedazo de periferia todavía invertebrada. Y, ojo, no estoy señalando que la mudanza que se percibe sea positiva o negativa. Allá cada cual. Sólo intento describir el nuevo paisaje, trasladar la aparente constricción de su patrimonio primigenio, el engorroso apolillamiento de una utopía. Las políticas cotidianas suelen embestir contra la mística inicial. En fin. Alguien, llegados a este punto, subrayaría que algo así le sucedió a Esquerra Republicana de Catalunya (en Cataluña) durante una buena temporada. Hasta que volvió al redil, y de qué manera...

Mitos y leyendas

Los pueblos no se construyen con hechos, sino con leyendas, dictó Borges a Bioy Casares. No está mal para quien consideraba la política como una de las formas del tedio. Por esos mismos años, el periodista/editor/distribuidor de esa página periódica que amanecía en aquel pueblo polvoriento donde transcurría la acción de ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ lo apuntaba con un grave acierto colorista: «Señor, en el Oeste, cuando la leyenda se convierte en un hecho, se publica la leyenda». ¿Qué importa la verdad? La sentencia nos conduciría hacia caminos incómodos pero muy reales. Un descenso hacia los infiernos donde el mito prevalece sobre la evidencia contrastada. Cada semana llegan a las costas andaluzas el doble de inmigrantes subsaharianos que el buque ‘Aquarius’ depositó en ValÈncia hace unos meses. El episodio, sin embargo, se desplegó con una magnitud inusitada ante la opinión pública. Frente al anonimato andaluz y la normalidad con que se encaja allí la llegada de inmigrantes, el lance del ‘Aquarius’ se proyectó como un acontecimiento extraordinario al punto de coronarlo con una medalla de oro de la Generalitat. Es cierto que el capítulo adjuntaba componentes excepcionales: el buque vagaba por los mares tras prohibirle la entrada el Gobierno italiano y los muelles valencianos constituyeron su salvación solidaria. Pero también es cierto que el fenómeno propagandístico contó con el barroquismo valenciano, ese chim/pam/pum eterno y florido, el hipnótico esplendor bombástico que nos infantiliza. Incapaces de levantar mitos colectivos y cohesionadores, nos apañamos con magnificar lances intermitentes. Será la estética, que nos hechiza y ahoga.