Hay guerras a las que los informativos no les prestan la atención que la gravedad del conflicto y el sentido común exigirían, o al menos no los muchísimos minutos de telediario que se emplearían si en un país del confortable mundo occidental muriera tan sólo el uno por ciento de las víctimas que a diario pierden la vida en Yemen o en Siria, por poner como ejemplo a dos países que desde 2011 y 2015 respectivamente, están inmersos en violentos conflictos que masacran a la población civil.

En Siria las cifras son devastadoras hasta el extremo de llevar contabilizadas más de 400.000 personas muertas, casi catorce millones que han necesitado ayuda humanitaria, más de seis millones que han abandonado sus hogares buscando zonas más seguras en su propio país, y más de cinco millones de huidos y refugiados más allá de las fronteras de Siria.

Por otro lado, el casi ignorado Yemen es un infierno donde una desesperada población malvive al borde del abismo. Estoy convencido de que un elevado porcentaje de quienes lean este artículo desconocerán siquiera la ubicación geográfica de este país de la península Arábiga, que desde hace un año sufre la peor epidemia de cólera de la era moderna y la mayor hambruna conocida desde hace muchas décadas. Sin embargo, se da la injusta y egoísta circunstancia de que los yemeníes, a pesar de necesitar ayuda humanitaria desesperadamente, no suscitan el mismo interés que los perjudicados por la guerra civil de Siria. Las razones son obvias y responden a los intereses creados que han propiciado la intervención de EEUU oponiéndose a Bashar al Asad y el Estado Islámico, y Rusia como un sólido aliado del régimen de Al Asad ya desde antes de que se iniciara el conflicto. Sin embargo, una absurda contradicción pone en evidencia que ni la guerra de Yemen ni la de Siria, consiguen generar tantos titulares como la confrontación de egos que mantienen dos psicópatas llamados Donald Trump y Kim Jon-un.

La anestesia emocional y la indiferencia ante el dolor de unos seres humanos que merecen las mismas atenciones y tienen los mismos derechos que cada uno de nosotros, que sienten nuestras mismas necesidades, que aman a sus hijos y que sufren inmensamente con su dolor, me hace renegar de mi condición de miembro de una sociedad que cada vez detesto más en lo que atañe a su vertiente más hipócrita y egoísta.

Si nos atreviéramos a mirar alrededor y tomáramos consciencia de la realidad de tanta destrucción y tantos gritos proferidos por las silenciosas gargantas de quienes más sufren y más justicia necesitan, tal vez nos cuestionaríamos en que momento perdimos la sensibilidad, los principios y los valores que quedaron eclipsados por la indiferencia ante el dolor ajeno. Incluso, tal vez nos preguntaríamos si esos principios existieron alguna vez, o si siempre mantuvimos cerrados nuestros ojos y oídos, para ver y escuchar lo que más nos convenía y evitar enfrentarnos a unas incómodas evidencias.

Mezquinamente, nos preocupa más la corrupción de nuestros políticos, la agresividad que amenaza a nuestros confortables entornos o el peligro de perder el poder adquisitivo para satisfacer nuestros lujos, que la obligación ética de tomar consciencia operativa ante los escenarios de dolor y muerte que asolan a seres humanos idénticos a nosotros en tantos aspectos.

Nos hemos acostumbrado a vivir rodeados del sufrimiento ajeno ocasionado por la maldad, mientras apenas reaccionamos más allá de proferir algún comentario crítico o, lo que es peor, cambiar de canal en nuestras enormes pantallas de plasma cuando un informativo muestra imágenes que incomodan a lo que aun nos pueda quedar de sensibilidad.

Mientras permanezcamos impávidos ante el dolor y el horror que soportan millones de seres humanos, y nuestra actuación se limite a un simple maquillaje de palabras e intenciones hipócritas que jamás se materializarán en hechos, mientras supeditemos la conciencia social a las lúdicas prioridades de nuestra embelesada molicie, mientras nuestra antisolidaria pasividad no nos deje reaccionar ante las injusticias, seremos cómplices de la irresponsable tendencia autodestructiva que amenaza a la humanidad.