Mientras desde la instituciones públicas se hacen multitud de llamamientos a la igualdad de trato y la no discriminación, mientras se generan voluminosos informes sobre pluralidad y diversidad, mientras se habla incluso de derechos humanos, sus actuaciones van en sentido contrario a esa igualdad, esa diversidad y los derechos humanos. Para salvaguardar la no discriminación, resulta que en vez de suprimir la enseñanza de la religión del ámbito público, la última ocurrencia de unos políticos mediocres y sin visión de futuro es introducir islamismo y protestantismo en la enseñanza pública y concertada.

El acceso a la enseñanza es un derecho común a toda la ciudadanía, y por tanto, el rimbombante blablabla de la igualdad de trato y no discriminación, debería sustanciarse en no privilegiar ni promocionar instituciones que aprovechan esos privilegios para impartir doctrinas y creencias particulares en sitios públicos. El rimbombante blablabla de la pluralidad y diversidad debería servir para ser conscientes de que en el espacio público siempre hay personas con formas particulares de vivir, costumbres diferentes, creencias e ideologías distintas y, por tanto, para lograr una convivencia pacífica, en armonía, para lograr respeto a todas las convicciones, dicho espacio público debe ser neutral, no resaltando unas ideas y menospreciando u ocultando otras. En un espacio público nunca debería permitirse que acciones o ideas de un grupo estén por encima de las de otro.

El rimbombante blablabla de los derechos humanos, especialmente en lo relativo a la infancia, debería tener en cuenta la especial protección de un colectivo en proceso de maduración psicológica y desarrollo de la personalidad, con el fin de posibilitar que reciba una formación veraz, científica y contrastada, en vez de supercherías sobre la vida y obra de seres imaginarios que nunca nadie ha visto ni demostrado su existencia. Si el derecho de los progenitores a elegir la educación de sus vástagos prevalece sobre el de la infancia a una educación científica, al menos que se haga en ambientes privados (parroquias, catequesis, hogar...) y con recursos particulares.

Por no hablar de la aplicación práctica de esas enseñanzas religiosas. Al igual que con la secta católica, la elección de los profesores, el diseño del temario a impartir y los materiales didácticos quedan en manos de las diferentes autoridades religiosas, o sea, la Comisión Islámica y el Consejo Cristiano Evangélico. Y por supuesto, para rematar la igualdad de trato, el salario y las cotizaciones de esos propagandistas van a cargo del presupuesto estatal, o sea, de toda la ciudadanía.

Espero que entiendan la indignación de quien por ser ateo considera que los llamados libros sagrados, dogmas religiosos y demás preceptos, no son más que cuentos de hadas, supercherías, fábulas sobre seres imaginarios y delirios de personas individuales que necesitan ser introducidos en los cerebros de la infancia para perpetuar privilegios y poder a lo largo del tiempo. Cuando tantas necesidades hay, destinar recursos públicos a enseñar creencias particulares, no sólo es un sinsentido, sino que supone un fraude económico y moral.