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Algo huele a podrido y no es en Dinamarca

La transición comenzó con el descrédito del estamento militar franquista y su corolario en forma de pareja de la guardia civil. Ambas figuras alcanzaron la más profunda sima de la degradación con el golpe de Estado del «¡se sienten, coño!» un 23F. Paradójicamente, desde aquel infausto invierno, todos resurgimos a modo de catarsis, empezando por el propio ejército español que ha ido ganando prestigio ante la opinión pública día a día.

A otros no nos ha ido tan bien desde entonces. Los periodistas, sin ir más lejos, empezamos la democracia como sus verdaderos adalides y hoy apenas alcanzamos el rango de verduleras -y que me disculpen las honrosas vendedoras de frutas y hortalizas-, desprestigiados por tanto griterío, sindicalismo de la coacción y connivencia con el poder. Y no digamos de la caída en el oprobio que azota todavía a la clase política, cuya pésima imagen ante la ciudadanía no cesa y está llevando a muchos de sus miembros a pasar el tiempo en las bibliotecas de los presidios nacionales.

Unos tras otros, a lo largo de estos años de feliz democracia -el único régimen que por lo demás permite libremente airear las miserias humanas-, la deshonra ha salpicado a los empresarios de la construcción, a los especuladores financieros, a los industriales contaminadores, a los presidentes de clubes de fútbol, a los de federaciones deportivas, a la intocable Casa Real, a las farmacéuticas desaprensivas, a las multinacionales explotadoras de niños, a los deportistas y artistas que defraudan al fisco, a la banca, a los consejeros de las cajas de ahorros, a los másteres universitarios, a las clínicas dentales baratas€ Y a todos parece que llega ese extraño hedor ético que tan teatralmente describía Shakespeare en su Hamlet.

A la policía secreta, por ejemplo, gracias a los últimos episodios gramofónicos del excomisario José Manuel Villarejo, que no pueden ser más reveladores del chapucerío imperante en las cloacas públicas españolas. Villarejo se forjó en la lucha contra ETA, como tantos otros, pero tras su etapa de arriesgado servidor público se decanta por las afueras de la ley, a lo Jesse James, lo cual le ha llevado a la cárcel, y mientras apura sus días de prisión provisional preventiva -la gran afición jurídica de nuestro país-, ha puesto en marcha una maquinaria incendiaria de airear escándalos políticos que cada semana hace zozobrar el futuro profesional de sus víctimas propiciatorias.

El cénit sobrevino con la conversación de muladar entre Villarejo, María Dolores de Cospedal y el marido de esta, que nos situaba en un escenario más cercano al valleinclanesco Torrente de Santiago Segura que a una trama de finos investigadores o espías en línea con los clásicos noires americanos. Villarejo es digno sucesor del sainete que empezaron a protagonizar personajes como Luis Roldán o el inefable Francisco Paesa con el capitán Tan, ministros como el listo de José Luis Benlloch o jueces con ansias togadas como Baltasar Garzón o Gómez de Liaño.

A duras penas -y por falta de medios se ve- la judicatura se sobreponía a la plaga de superjueces estrella, pero no, quedaban episodios jugosos por sobrevenir, como algunas de esas sentencias insólitas en casos de violencia de género que no han tenido en cuenta la nueva sensibilidad social. No obstante aún se superaron a sí mismos con el reciente numerito de los impuestos de las hipotecas y, más si cabe todavía, con las trapisondas para la renovación del Consejo del Poder Judicial que han dejado al desnudo la independencia de la justicia nacional, dando de paso fácil carnaza a los independentistas catalanes que siguen a la espera de juicio mientras se ganan el favor de los juristas europeos.

No les quepa duda de que en nuestro país existen jueces extraordinarios, gente equilibrada y sabia que sabe dirimir con los ojos cerrados el fiel de la balanza, pero su reputación, a día de hoy, está por los suelos. A ellos les compete ahora recuperar el valor social de su profesión, tan necesaria para la higiene democrática. No es fácil, pues las leyes y las tradiciones confieren a los jueces un estatus superior al del resto de los mortales. El ejercicio del justicia se confunde muchas veces con un ordeno y mando que formaliza unas relaciones excesivamente jerárquicas, un púlpito al que todos deben obediencia y sumisión. Y no es fácil sobrellevar esa carga.

En la estupenda serie de abogados The Good Wife, se encadenan los juicios en el condado de Cook -al que pertenece Chicago-, y los guionistas recrean una sucesión de jueces -y juezas- a cada cual más estrambótico y lunar. No es una rareza, en cuanto se les lleva la contraria te amenazan con el desacato y a callar. Dicha realidad tiene poco que ver con lo imaginado por el barón de Montesquieu, el ilustrado francés al que debemos la teoría de la separación de poderes. Este ideólogo de la democracia perfecta imaginaba a los jueces como meros administradores de leyes ejemplares e infalibles. En su tiempo no existía la ambigüedad ni la realidad líquida ni, desde luego, el psicoanálisis.

El mundo de Montesquieu era verdaderamente maniqueo, así que no es de extrañar que el autor francés fuera también responsable de la mala imagen de España, pues sus comentarios sobre nuestro país situaban la cultura ibérica en un mundo orientalizante, poco europeo, donde la haraganería y las pasiones desenfrenadas no eran compatibles con la modernidad. Así que al mismo pensador debemos dos imaginarios constantes de los últimos tiempos, la construcción del mito de la justicia y la mala fama española de sus leyendas más raciales y románticas. No es extraño que llevemos dos siglos con dolor de patria.

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