Hubo un tiempo en que la violencia de género no existía. Eran años en los que las agresiones en el seno de la pareja no es que no se produjeran, es que se solventaban de puertas para adentro y nadie se rasgaba las vestiduras por ello. Las cosas de matrimonios se resolvían en la intimidad del matrimonio. Y punto. Pero un día de finales del siglo pasado una granadina de 60 años a la que su marido le llevaba haciendo la vida imposible 40 no tuvo miedo de acudir a un plató de televisión y relatar sin escatimar detalles el calvario al que le había sometido durante prácticamente toda su vida en común. Insultos, gritos, puntapiés, puñetazos, patadas en el estómago y golpes contra la pared a los que, a veces, seguían ruegos entre lágrimas del también padre de sus once hijos pidiéndole perdón y asegurándole que nunca más volvería a ocurrir. Trece días después de aquel desgarrador testimonio televisivo, quien ya era su exmarido (aunque la sentencia del divorcio les obligaba a compartir el mismo domicilio) la roció con combustible y le prendió fuego. Ana Orantes falleció casi en el acto consiguiendo con su muerte no solo una repercusión sin precedentes (aunque ella fue la víctima número 59 de aquel 1997) y la visibilización de la violencia machista sino la modificación del Código Penal. Una legislación que ahora, dos décadas después, le ha servido a un tribunal de Navarra, el mismo que juzgó el caso de La Manada, para condenar por «maltrato ocasional» a un hombre que apuñaló y intentó asfixiar a su mujer, que hubiera muerto de no ser por las súplicas de un hijo de la pareja de seis años pidiéndole a su padre que no matara a su mamá.

Cierto es que el Código Penal se modificó para que este tipo de delito tuviera el castigo que se merece, pero quienes lo aplican son personas que, sin la debida educación y formación, volverán una y otra a hacer inútil la muerte de Ana.