El 11% de los andaluces que han votado a Vox en los últimos comicios revelan que España ha dejado de ser una excepción en el concierto político europeo: y es que el estentóreo desembarco institucional de un partido asimilable a la extrema derecha europea, lejos de ser una excepción, es la norma en las democracias continentales. De hecho, hasta ahora, todos los esfuerzos de nuestra ciencia política iban encaminados a explicarse por qué aquí no obtenía representación institucional ningún partido homologable a lo que algunos llaman «nueva extrema derecha» y otros, sobre todo de tradición anglosajona, populismo de derechas o derecha alternativa. Hablamos de algo que no sólo afecta a la política europea: sirvan los casos de Trump en los Estados Unidos y Bolsonaro en Brasil como ilustración de un estado de cosas que afecta e infecta a la democracia liberal en su conjunto. Es decir que marca una tendencia cada vez más generalizada que amenaza con dar a luz una nueva forma de democracia, que algunos llaman «iliberal» y otros autoritaria. De todo eso, hasta ayer, España estaba al margen. Seguía siendo different. Ahora ya no.

Pero que hasta antes de ayer este tipo de partidos no hubiera obtenido representación institucional no significa, sin embargo, que no existieran indicios de que, más pronto que tarde, la conseguirían. Los doce diputados con los que Vox ha irrumpido en el parlamento andaluz pueden parecerles a muchos un fenómeno disruptivo e inesperado, pero hace tiempo que existían señales de alarma más que suficientes para considerarlo una opción bastante plausible. Para explicarse por qué ningún sismógrafo demoscópico detectó la magnitud del seísmo que se avecinaba hay que parar mientes en las razones que esgrimían los especialistas para justificar la excepcionalidad española: que el recuerdo de la dictadura franquista estaba todavía reciente, que el europeísmo español era marmóreo y sin fisuras, que la presencia inmigrante no era tan palpable como en otros países o que las formaciones de extrema derecha existentes estaban divididas y se mostraban más nostálgicas del pasado perdido que preocupadas por ofrecer respuestas a los problemas actuales de la sociedad, como sucedía con otros partidos europeos del mismo signo que habían modernizado líderes y discursos. Todo eso, que podía ser cierto, invitaba a pensar que el sistema político español estaba definitivamente inmunizado contra infiltraciones ideológicas que parecían arrumbadas después de la segunda Guerra Mundial, cuando las democracias vencieron al fascismo. Pero eso implicaba pensar que las sociedades modernas son —como las del Antiguo Régimen— eminentemente estáticas, aunque basta pensar hasta qué punto la crisis económica ha trastocado en diez años el panorama político vigente en Europa durante más de cuarenta para darse cuenta del extraordinario dinamismo de unas sociedades que parecían felizmente adormecidas a la sombra del Estado del Bienestar, ese pacto entre el capital y la socialdemocracia que algunos quieren minar a toda costa.

¿Cuáles eran esos indicios? En primer lugar, que desde los primeros años del siglo XXI ya existían en España formaciones de extrema derecha que intentaban equiparar doctrina y activismo político al de sus (exitosos) correligionarios europeos, como el Frente Nacional de Marine Le Pen o el Partido de la Libertad de Geers Winders. Es cierto que ni Plataforma per Catalunya ni España 2000 consiguieron una representación institucional sustantiva, aunque sí un número de votos significativo (que llegó a los 75.000 en el caso de PxC). Pero, más allá de los resultados obtenidos, lo importante era la «intención» política que guiaba a ambos partidos: modernizar idearios, acción política y líderes. Vox no es un síntoma, sino una consecuencia: la primera formación que ha conseguido cristalizar institucionalmente los anhelos de muchas otras. Pero se equivocan los que piensan que se trata del regreso a escena de la extrema derecha española de siempre: Vox representa una «nueva» extrema derecha, homologable a la europea, aunque mantenga (como todas ellas) características propias y privativas. Baste un dato para corroborarlo: Falange Española también se presentó a las elecciones andaluzas y sólo ha cosechado 2.449 votos, que se podrían sumar a los 1.032 conseguidos por la Coalición Respeto para aquilatar el peso específico real del franquismo tout court. Vox, en cambio, ha conseguido seducir a más del 11% de los andaluces, algunos de ellos antiguos votantes socialistas, aunque mayoritariamente se nutre de los populares y de antiguos abstencionistas.

La clave de su éxito tiene mucho que ver el procés catalán, entre otros motivos porque Andalucía está emocionalmente ligada a Catalunya, aunque sea en un sentido inversamente proporcional. Quiere decir eso que acertaron todos los que plantearon la campaña en clave nacional (y nacionalista) y se equivocaron los que, como el PSOE, la leyeron exclusivamente en clave autonómica o, como Andalucía Adelante, incidieron únicamente en la situación económica y laboral del posible votante.

Pero hay un último factor que explica el fin de la excepcionalidad española y es, sin duda, que el Partido Popular ha dejado de ser ese partido «atrapalotodo» (catch-all party) que, al beneficiarse del voto de la extrema derecha residual, impedía que cristalizara ninguna formación política a su derecha. De hecho, el mismo PP era también excepcional en el panorama político de la derecha europea, comparado con la CDU alemana, los Republicanos franceses o la Democracia Cristiana italiana: partidos que, al estar más preocupados por ocupar el centro, dejaban espacio político suficiente a su derecha para que aparecieran la Liga Norte, el Frente Nacional o Alternativa por Alemania.

Hasta no hace muchos meses muchos expertos consideraban los análisis sobre la extrema derecha española «innecesariamente alarmistas», porque ésta era y seguiría siendo residual en España. Ya hemos comprobado que no. Pero el problema no es quién tenía o no tenía razón entonces, sino que ahora llegamos demasiado tarde a muchas cosas: ya no será efectivo ningún cordón sanitario como el que ha sugerido Susana Díaz ni tampoco servirán las estrategias de demonización contra Vox porque vivimos en tiempos políticamente incorrectos en los que la connivencia de la mayoría de los partidos tradicionales con el statu quo económico neoliberal ha situado a estas nuevas formaciones de extrema derecha como única alternativa al «sistema» vigente que condena a la precariedad laboral a millones de personas. Así que no es momento de alabanzas ni de vituperios, sino de analizar lo más racionalmente posible qué nos ha llevado a converger con Europa en la única cosa en la que no tendríamos que habernos parecido jamás. Es tiempo de preocuparse, sí. Pero no de sorprenderse.