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Cosas de las que nunca hablamos

Soy una más. Una más de las que disfrutó leyendo Manual para mujeres de la limpieza y otra más que ahora está con Una noche en el paraíso. Ambos, de Lucia Berlin. De los dos libros, además del contenido, me gustan las portadas. Concretamente, los mensajes escritos en ellas. El primer manual está ilustrado con un llavero. El clásico llavero de motel de carretera y en él está grabada la frase: «En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados». En la segunda portada luce un cenicero y de él surge la sentencia: «Hay ciertas cosas de las que la gente nunca habla». La suma de ambas sentencias sería algo parecido a que las cosas de las que la gente nunca habla surgen de las profundas noches oscuras del alma. Sí, todos tenemos asuntos cerrados a cal y canto. Asuntillos que salen muy de vez en cuando. Y, sí, a veces surgen en conversaciones de licorería.

No hablamos mucho de las oportunidades perdidas. De por qué nos faltó valentía para tomar una decisión, de por qué elegimos quedarnos en vez de irnos, callar en vez de hablar, mantenernos parados antes de dar un paso adelante. O hacia atrás. O viceversa todo. Hablamos poco de los miedos. De los de verdad. Del hartazgo y del conformismo. Del pavor a la pérdida de las personas significativas. Del pánico a la añoranza y al vacío. Del terror a nuestra propia finitud. De cómo nos enfrentamos al sufrimiento y al abandono. Hablamos poco desde la humildad. De lo simples y sencillos que, en el fondo, somos. De lo pomposos y sabihondos que deseamos aparentar ser. No contamos que muchas veces nos sentimos solos. Ni que la angustia, por la noche, se reproduce. Sabemos decir «te quiero». Sabemos escribirlo, susurrarlo a un oído, por teléfono, caminando o leyendo, pero tropezamos cuando hay que decirlo mirando a los ojos y desnudos. Se habla poco de lo que nos hace sentir vulnerables. De los apegos. Hablamos poco de muchas cosas, de las cosas que importan y, a pesar de ello, la mayoría de veces lo hacemos de más.

Los políticos, por ejemplo. Un exceso de verborrea, demagogia y mucho ruido para tan pocas nueces. El patio de nuestro país necesita que se hable pacíficamente de cosas importantes. Que se deje de echar porquería de aquí para allá y de hacer payasadas sobreactuadas. Que quienes defienden los valores que mantienen y garantizan sistemas equitativos y justos se escuchen y se dispongan a contribuir al bien común. Hagan, por favor, su trabajo. Mientras, el resto caminamos hacia la Navidad. Hacia las comidas, las cenas y las conversaciones en las que sabemos mucho de todo y poco de lo importante. Sentenciaremos por qué falla la política, la economía, la sociología y la psicología. Hablaremos de nacionalismos y extremismos, de religión, de derechos y de libertad de expresión. Unos serán grandilocuentes, otros tratarán de sentar cátedra y nos ofenderemos, cómo no. Criticaremos a los políticamente incorrectos y nos reiremos de los correctos. Escucharemos el discurso del Rey, juzgaremos los trajes de las presentadoras y le sacaremos punta a todo. El circo empieza en breve.

Seguiremos sin hablar de lo importante. En lo público y en lo privado. Menos mal que siempre nos quedarán los libros. Y sus portadas.

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